EL MIEDO, ESE ARMA LETAL [Mi poema]
Hesnor Rivera [Poeta sugerido]

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MI POEMA… de medio pelo

 

En sueños yo he subido hasta el desván,
lugar donde guardaba en la memoria
pedazos que hice añicos de mi historia
con miedo a los demás, al qué dirán.

Hurgando entre tan rancios cachivaches,
perdidos entre el polvo y telarañas,
volvíme a tropezar con artimañas
expertas de humillar con sus escraches.

Algunos hoy de nuevo al verme allí
trataron de engañar y amilanarme,
ignoran de que el tiempo hizo curarme
de aquella la inocencia que perdí.

Que al tiempo poco a poco que crecí
me supe sustraer a sus engaños,
y hoy subo del desván ya los peldaños
valiente, y sin temer lo que haya allí.
©donaciano bueno

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De pequeño, uno de mis mayores suplicios era cuando mis padres me decían que subiera al desván a por uvas. Había la costumbre de, después de las vendimias, dejarlas allí esparcidas para que se conservaran en el tiempo.  Sobre todo si era de noche.

MI POETA SUGERIDO:  Hesnor Rivera

Para ser más humanos

La poesía siempre
es otra cosa.

Es la ventana –por lo menos
lo fue hasta hace poco–
que se derrama desde el frente
de mi casa hasta el lago.
Y enseguida deja de ser
las diez mil torres petroleras
y el brillo de los peces
que dan saltos mortales
cuando el viento casi inmóvil
sale de la alcoba donde el sol
duerme aún junto al alba.

La poesía sigue de largo
porque ya la poesía es otra cosa.

Por eso la belleza
–la del porvenir sobre todo–
será huella pasada. Será
eternamente pretérito
que se renueva libremente
sin pausas de este lado o del otro
de la superficie del tiempo
perdido entre las altas briznas
azules de sus propias lluvias.

La poesía baja ahora
de los árboles de oro
que alimentan las ruinas
y las humaredas muy vivas
del gran reino de antaño.
Pasa ahora por encima
de la transparencia del cielo
y se vuelve para alborotar
de nuevo con sus manos de duende
la cabellera de acertijos
de los milagros y la magia.

Vuela y entra de inmediato
por la misma ventana
que cae de espaldas.
La poesía deja de ser la casa
para ser la casa por eso.
Y desaparece y cobra
sin moverse la velocidad
perfumada del fuego
que destruye sus propias formas.
Y se bebe y sopla las palabras
previas al comienzo
de los resplandores inútiles.
La poesía siempre
es otra cosa.

Y es ordenada a cada paso
sin ton ni son por el azar
más íntimo y por tanto certero
–o por las circunstancias comunes
para que las imágenes
sean a todas horas libres–
sean en cualquier parte
la oscuridad y la duda
que nos apasionan hasta el vértigo
y nos hacen por pálpitos o a ciegas
cada vez más humanos.

La casa de Machiques

La soledad que nace ahora
–y por eso da vueltas
de animal pequeño
alrededor de mi sombra–
sabrá discernir
todas las cosas
relativas al tiempo
incluidos los cambios
de su piel y sus máscaras.

Desde ese alucinante dominio
puedo ver y palpar
y hasta oler los aromas
del cielo siempre rojo
pero bastante bajo
que remueve sin descanso
la atmósfera de la casa
de Dulvie –la adivina
más joven de las que fabrican
las flores y la miel del árbol
donde el sol come en la noche.

¿Es alguna montaña? preguntan
los suspicaces profesores
de las secas teorías
sobre el fin de este mundo
que ha logrado mantener intacto
el misterio de su bello desorden.

Ahora mismo Dulvie levanta
un puñado de agua
tomado de la cabellera
de un arroyo muy viejo
–perdió la transparencia
de tanto que lo han visto a fondo.
De ese modo la joven
adivina traza el curso
de los laberintos orgánicos.
De los cataclismos domésticos
y el amor y las puertas
y las paredes y el patio
desde donde la ciudad
echó a volar los pájaros.
Los caimanes de plumaje dorado.
Las piedras de mineral en llamas
aptas para construir volcanes.

Echó a volar los sonidos
de la madera con que se arman
navíos para que nazcan islas
alrededor de todos los océanos.

La casa de Dulvie
en Machiques tiene
naturalmente ventanas.
Allí las soledades nuevas
reclaman sus melenas solares
y entran al cuarto de los sueños
donde no hay más soledades.

la nave de los elegidos

de los arponeados en la nuca

de quienes creímos la fábula
de ser felices sin saberlo

ya embarcan los marinos burilados

los crédulos
los huérfanos de esquistos

los que no logramos defender
la fogata de la tribu

vamos los gesteros

contagiados del mal

diezmados por la cortadura

con arena puzolana
en los ojos

eufóricos

agradecidos del estigma

corderos flotando
en las sobras de su estiércol

rebaño crucificado
en un bote de cadillos

arrasados
bajo este guarapo azul
salado y asesino

sombracura

i

toda patria me hace sentir
tan miserable

golpean mi rostro
sus banderas obstinadas
sus cerros chamuscados
ya sin pastos

las alforjas que no tengo

y esta calina

ii

duélete en tu corazón
lo que has ganado

jamás la oveja salvará al pastor
de su fajina

iii

garabatear la presencia

o la ausencia

es un intento
de regresar al paraíso
en una frágil canoa

a sabiendas

de que tal cosa es imposible

confórmate con vivir
desde la palabra
no en la palabra

lo que no está escrito
aún espera.

LABERINTO DE APARIENCIAS

Perdimos hace tiempo el rumbo.
Perdimos —alma extraña— el rastro
de sus ocultamientos más esplendorosos
que el alba donde beben los árboles.
No le escucho al porvenir el fuego
con que tejía tu mirada la noche
de la desaparición en camino.

¿Qué es lo que realmente
perdimos? Algo de improviso
se cae de las paredes
en cuyas aguas volaban
los delfines colorados del sueño.
Las palmeras con colmillos de lámpara.
Las canoas con vaivén de doncellas.

Las paredes mismas se han caído
contra el bosque y el bosque se recuesta
como un caballo inválido
contra el cerco de sus alas finales.
Es evidente que han cambiado
de sitio los huesos vegetales
donde se afincaban mis sentidos
para sobrepasar de un salto
la zona arrebatada del tiempo.

Perdimos para siempre la noche.
La desolada noche de los ámbitos
bañados por el agua celestial
del asombro —los espacios
barridos por el polvo del ímpetu
que hace crecer las flores
y el plumaje de las piedras del riesgo.

Perdimos hace tiempo el rumbo y no importa
nada ahora que la música
vuelva a pasar con su bastón y su porte
de guía inagotable
hacia las calles más bellas.
Hacia los malecones con barcas
donde aprenden los héroes
la fatiga de la lucha
frente a la alucinación del retorno.

No importa nada porque advierto
que las casas —las tabernas.
Esa loca ventana que da vueltas
como la taraba de los desarraigos
deshechos el marco ardiente
de los paraísos emplumados de helechos.
Y el mar que carga a cuestas
su corazón de náufrago —que arrastra
por los suelos su túnica bordada.
y desbordada por las viudas
pendientes del final de los viajes.
Y hasta las tormentas que todavía
acechan su oportunidad ocultas
en la calma de unas antiguas sombras
no son más que recuerdos. Textos
de un calor transparente. Huellas
que se quedaron sin la arena aparente
donde echar a descansar tanto brillo.

¿Qué es lo que realmente
perdimos. Dónde sigues alma
extraña gobernando el misterio
de no estar y de estar en todas partes?

Si me atreviera a desafiar
el vacío cruzado por la órbita
de las furias con cara
de animal de convento.
Si me atreviera a descubrir la ruta
de la realidad donde lloran
como gatos en celo los jardines.

Donde los hospitales cantan
verdaderos prodigios por las bocas
de la herida del hambre.
Donde no se parte
ni se regresa nunca
como si ya se estuviera en el pasaje
inmóvil para el gran desfile
del laberinto de las apariencias
que embellecen la muerte.
Si me atreviera volvería
con seguridad a preguntar por tus señas.
Por el río de las cuatro puertas.
Por la puerta del cerro donde empiezan
los arcos. La ciudad
—el mundo con sus cielos sangrantes.
Los cielos con la alcoba en el centro
donde estás tendida satisfaciendo
por turnos mis necesidades
amorosas. Las de antaño.
Las de ahora —las que no se formulan.
Las de las aventuras y desventuras
siempre como es debido a destiempo.

INVENCIONES

A Celalba.

Era el tiempo de las invenciones
vehementes. Habíamos
descubierto que las palabras
en su vaivén de la imaginación
a la memoria solamente servían
para ganar perdiendo
—para perder ganando.

Y hablábamos de comarcas
que se adornaban con el lustre
de los animales de feria. De ese
modo logramos deducir
la composición por piezas
de la eternidad concebida
para justificar los giros
de la ciudad en torno de la puerta
cotidiana de la taberna más bella.

Enloquecíamos para llenar
de significación el hastío
de las multitudes sin rumbo.
¿Qué es el hambre? Un caballo
de peltre que se astilla cuando
galopa bajo el sol de la tarde.

¿Qué es la noche? La pradera
llameante donde se multiplican
las palmeras amadas por los elefantes
enanos. ¿Y la copa? Nada más
que el punto donde el amor
recobra su soledad primitiva.

De ese modo logramos adivinar
el peso exacto de la realidad
donde las astromelias existen.
Donde las mujeres que jamás
existieron visten su desnudez
con la rama de la existencia infinita.

De ese modo moríamos
para vivir a fondo sobre
la superficie del hallazgo de estar
perdiendo sin solemnidades el tiempo.

¿Qué es el puerto? La alcoba
con espejos donde se exhibe el pubis
de la adolescente atisbada desde
la ventana a oscuras
de una inocencia sin manchas.
La montaña es el buque
que camina sobre los propios lomos
de sus pesadillas donde
no dejan de brillar las estrellas.

Era el tiempo de viajar sin siquiera
remover la piedra de las ilusiones
para entonces perdidas ganándole
a las palabras la apuesta
sobre el enigma sin sentido
de su plenitud insaciable.

Recogimos en la selva las flores
más asemejables al veneno
de las serpientes que se confeccionaban
con los ruidos de las hojas sus alas.

Y era entonces hermoso
conversar —gritarles cara
a cara a los esbirros que embrollan
la serenidad de los infiernos nocturnos
que la libertad es la fiera
roja con que el corazón del suicida
enaltece el delirio
de las ciudades insomnes.

Era el tiempo de las invenciones
vehementes. ¿Qué es el viento?
Un amanecer que pasa sólo
para que los árboles suenen —sólo
para que la eternidad no moleste
con las apariciones y desapariciones
de una realidad ilusoria.

NOMBRE DE LAS VISIONES

Antes de conocerte pude
dar con tu nombre —con tus señas
atmosféricas de divinidad
de montaña. Supe de antemano
que los dioses del azar estaban
detrás de tus sentidos confundiéndote.

Por eso cuando subiste la escalera
para alcanzar a oír mis versos
sobre las noches del sur supiste
que el hallazgo del nombre era
el comienzo de una larga
adivinanza maligna en torno
del amor y la muerte. Sobre fechas
e itinerarios de un viaje donde
la ternura resultaba ser un signo
de debilidades y culpas.

Más tarde en cualquier parte siempre
encontrabas un libro con historias
de genealogías dudosas. Con cifras
referentes a nuestros antepasados comunes.

Por eso huímos. Esa estrella
mortificante nos hizo caminar
demasiado bajo el cielo de los altiplanos
cruzando por los patios de bodegas
siniestras. Por las salas de hospitales
sin rumbo. Corriendo por los callejones
de los baños públicos —de las rifas
clandestinas que empiezan sólo
con el primer canto del gallo. Por mercados
donde se vendían animales
inútiles como la escolopendra
a rayas semejantes
a las de los trajes de baño antiguos
Como la serpiente que sabía
cantar remedando el acento
de las cotorras. De los gatos en celo.
De las tías solteras cuando
cuentan sus aventuras perdidas.

Huímos. Pero tus sentidos
se sabían de memoria el orden
de las confusiones heredadas.
Los pasos de las ceremonias
que consagran el caos como
cumbre de las desapariciones místicas.

Por eso comprendo todavía
no sin inquietud tus desmanes
amados: te bañabas desnuda
lo mismo en el océano a la hora
de siesta que a la medianoche
en la arena de la red de trillas
de los contrabandistas invictos.

Te acostabas a mirar las bahías
para que se incendiaran los barcos.

Huímos como perseguidos
por la estrella de tus visiones
de sombra. Pasando por entre gentes
que bailaban una música infame.
Por pensiones donde se refugiaban
ancianos desde la infancia huérfanos.
Por establos para caballos
sin dueño. Por las avenidas
de los iluminados que inventan
talismanes de hierba para conjurar
la furia descomunal de los santos
—la oscura sedosidad de los diablos.

Perseguidos finalmente
olvidados nuestros nombres. Nuestra
fuerza para evocar el destino
en los hechos que nos puedan
ocurrir hace tiempo en el mundo.

CONFESIONES TARDÍAS

Para Adriano González León

He vuelto a la ciudad donde antaño
la locura tocaba una campana
en las puertas de las casas amadas.

Había poco espacio entonces
para andar —como era necesario— sin rumbo.
Por eso sin parar volábamos
desde un parque recién nacido a otro parque.
Desde el cielo recién volado hacia el bosque.
Desde el bosque recién perdido hacia el mundo.

Por esos días fue cuando los bares
abrieron para siempre la cámara
de las confesiones tardías —los bares
contraían febrilmente el contagio
del ruido de nuestro desvelo insaciable.
Los bares asumieron la imagen
del navío de fuego o la ventana
con la rama de trinitaria en el mástil.

Allí cantaba el gallo de la pasión inconstante.
Allí venían a morir las centellas.
Las tormentas vegetales del alba.
La noche —toda la noche con su caja
de voces atribuibles a mujeres
que nos abandonaban a diario
a pesar de que nunca llegaron.

Cuando levantaron las torres
con sótanos y laberintos previstos
para la demencia de algún joven suicida
nos pudimos percatar del tormento
de la memoria y de sus enfermedades
que dañan a la palabra y su sombra.

Era el tiempo de las hambres cuidadas
y engordadas como el árbol
del fruto de los infiernos perdidos.
Era el tiempo de las desobediencias
congénitas —de la intemperancia heredada
como la piedra de apariencias sanguíneas
que protege en su ebriedad a los náufragos.

Bebíamos con ferocidad guitarras
revestidas con la sonoridad de las viudas.
Bebíamos la letra de las desventuras
escrita por los lobos eternos.
Bebíamos raíces de animales
desaparecidos para siempre.

Ahora cuando vuelvo a la ciudad
donde tanto atisbamos a las inmigrantes
con cara de novias hace mucho olvidadas
pienso una vez más en la casa
que jamás tuvimos —en la muerte
que los demonios del azar no nos dieron.

Todos los viajes se habían
a su tiempo en realidad cumplido.
No existían si se quiere razones
de algún modo válidas para acogerse
al regreso. Pero a veces es bueno
verle la espalda donde cicatriza
el delirio al corazón que nos nació bebiendo
en la campana llena de relámpagos
—los que nos alumbraron en la soledad las rutas
por donde el porvenir moriría
y los olvidos por donde empieza el pasado.

LAS RUEDAS DEL LABERINTO

A José Antonio Castro

Ese barco no ha debido partir
dejándome abandonado entre las ruedas
de este laberinto de las disculpas
por mis empedernidos retardos.

No ha debido marcharse sin ensayar
un juego de signos y señales
convincentes —una palmera
que se abre como fuego fatuo de feria.
Una pisada de fábula semejante
a la de un tigre en la playa. Una
bandera que cante con la voz
en falsete de las heroínas
—todo eso con que se anuncia el final
del gran viaje a cuyas
consecuencias sin querer me resigno.

Ese barco no ha debido partir
sobre todo ahora cuando estaban
arregladas todas mis cuentas
con los empresarios de la nocturnidad
ofensiva. Con los traficantes que devoran
hasta las sobras del aire. Con los dueños
del infierno de perros que se roban
hasta el giro de la sombra
de sus propias alas. No ha debido
no esperar que mi debilidad
por la confusión de las cosas
extremas me retuviera aún
en los pasillos de aquella lavandería
parecida a una fábrica de ángeles
con sabor a hierbas. O en la sala
mortuoria con olor a desperdicios
de flores a donde volverían
para despedirme los deudos
habituados hace mucho a la muerte.

(¿Debo recordarlos?… Traían
en un cesto de helechos papeles
de colores para hablar del pasado.
Con las patas de los ojos andaban
pregonando historias sobre animales
marítimos. Leyendas sobre propiedades
perdidas en la noche de los grandes
relámpagos. De facultades ahogadas
bajo el peso de una larga inocencia).

Ese barco no ha debido partir
y sería necesario ahora
que volviera sobre sus pasos.
Que regresara al punto de partida
donde aguardan los que sólo
creen en la soledad terminante.

He llegado alguna vez a tiempo
pero nada más que en la pesadilla donde
se dobla y se desdobla la carrera
por las mismas calles con mujeres
de luto. Por los malecones
donde pareciera que el calor
se bebe gota a gota la esperanza
de vivir apenas lo debido.
Por entre mástiles y poleas
de cielo que destruyen los indicios
hasta de sus propias apariencias de pájaros.

Corro por las encrucijadas donde
confluyen las culpas. Llego tarde
a pesar de mi meticulosa conciencia
sobre la intemporalidad de las causas.

Ese barco no ha debido partir
sobre todo batiendo tanta música.
Tanto resplandor de ceremonias
públicas como para que se comprendiera
que estaba abandonando a la suerte
de su desolación terrena
apenas o nada más que un náufrago.

LA PUERTA DE LOS POEMAS

El poema que estaba colgado
de tu puerta como en lo alto
de una pared muy lejana decía:

“Te hubiera amado si los viajes
que emprendiste fueran todavía menos
inútiles frente a los tiempos que pasan.
Te hubiera amado si fueras
tan inútil como parecías al comienzo. Fin”.

Releo de memoria la historia
de los que como yo desaparecen.
Trato de recordar los viajes —esa forma
de andar solo en todas partes.
Los vicios y las virtudes contraídos frente
a la enormidad de los paisajes más puros.

Yo te inventé bajo la poca sombra
de una palmera en mis sueños.
Y ha sido más bien triste detenerse
frente a las circunstancias que te atañen.

Cuando hice que crecieran
a mi alrededor las penínsulas
maquinales de los desolados
había regresado a los sitios
casi crueles de la partida inminente.

Pero ¿dónde entonces te habías
entretenido comiendo flores
imaginarias —formas de pájaros
itinerantes parecidos
a mi desaparición necesaria?
Busco la respuesta entre ruinas
domésticas. Pierdo el tiempo
revolviendo el rastrojo delirante
de un pasado todavía pendiente.

Por eso en este instante en que me parece
que ya no tengo fuerzas
ni siquiera para atestiguar mi existencia
toco sin embargo y una vez más la puerta
detrás de cuyas hojas deben estar
los poemas junto a ti esperándome.

COMIENZO DE LA INEXISTENCIA

Ya has regresado a tu origen.
Al comienzo donde nunca estuve
pero que a través de tu cuerpo
y tus palabras comprobé que era frío
y ardiente —común y sin embargo
extraño. Blanco y negro y celeste
aunque terreno y sobre todo siempre
desconocido y como necesitando
que se lo invente sin descanso a diario
para que no comience nuestra muerte.

Amo estas contradicciones como
te hubiera amado si en realidad
existieras. Amo pregonar
tu existencia porque de lo contrario
el mundo se reduciría al hecho
de ver pasar el viento. De andar entre
amigos marchitos y fantasmas
largos como la sombra singular
que cabe en la botella del viaje.

Ya has debido regresar a tu aldea
de cerros con campanas. De catedrales
paridas. De dioses que se bañan
desnudos en la transferencia
de los arroyos y en el silencio
de la soledad donde florece el eco.

Amo estas cosas más reales
que el día derramado afuera
como una arena líquida. Como un fuego
en el agua que remeda la serenidad
de tus labios opuestos. La tormenta
que ilumina tus ojos y las piernas
de tus corazones extremos.

Amo la necesidad de que tu regreso
al comienzo sea la explicación
verdadera de esos barcos que vuelan.
De ese árbol que me sigue
como un perro en la noche.
De esa estrella que se posa sobre
el hombre de mi final más próximo.

ITINERARIO

En los aeropuertos el viento
se ha quedado más tranquilo
que mi espíritu. Sube desde el mar
el fuego con que deben comenzar
las catástrofes. Y te sigo esperando
desde antes de que se inventaran
los viajes. Desde antes
de que yo tuviera la más mínima
noción del tiempo. Desde antes
de que me golpeara con sus manos
solares el convencimiento
de que ahora envejezco sin tregua
hacia un porvenir más bien trágico.

Una anciana desciende cantando
la escalera hasta el vuelo
que la llevará a Madrid —a los bellos
océanos cuyo recuerdo me hastía.
Dos enamorados dejan
que la soledad los encubra en medio
de esta luz de pasadizos marchitos
En medio de este ruido de animales
que zarpan. En medio de mi certeza
de que tú has perdido hasta el deseo
de embarcarte ni siquiera en el aire
de tormenta que recorre estos días.
De que has perdido los boletos.
La contraseña —el pase
de salir hacia la eternidad
en cuya majestad aún confío.

Y te espero. Te espero siempre
con evidentes ganas de convertirme
en la piedra donde se detengan
todos los retornos del mundo.
En el estanque donde se ahogue
la ilusión de que llegues. La esperanza
de que ya has llegado y el manto
del azar invicto no me ha permitido
verte cuando dijeron tu nombre.

Un niño corre por mi misma vía
llorando por las alas del corazón
que se le cayó hace un instante
Un marino medita sobre los países
que conoció cuando el tiempo existía.
Y corro a esperarte una vez más.
A ver que no has llegado. Que pasaste
hace horas sobre las cenizas
de mis grandes deseos y ni siquiera
he sabido decirte que es inútil
y es tan bueno y absurdo y es
muy bello que llegaras de pronto
y para siempre ahora.
Poemas del libro Los encuentros en las tormentas del huésped (FUNDARTE– 1988).

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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