LERDO Y POBRE, SIN SUSTENTO [Mi poema]
Tulio Mora [Poeta sugerido]

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MI POEMA …de medio pelo

 

A Dios le puso una vela
y otra al diablo por si acaso,
lamentando algún fracaso,
la noche pasando en vela.
Y apagada la candela,
cuando todo ya anda a oscuras
se vió hablando con los curas
para ver si se aclaraba
y siempre allí se encontraba
con la mente y sus negruras.

Buscó a Dios en las estrellas
y en la tapa de algún cuento
más allá del firmamento
y en la mar de cosas bellas.
Y agarrado a las botellas
con su líquido elixir
se dispuso aquí a escribir
a Dios y al diablo retando
que dijeran cómo y cuando
les pudiera percibir.

Y así pasaba los días
y en las noches se angustiaba,
que a ninguno él encontraba
ni escribiendo sus porfías.
Y en estas luchas bravías
consigo y su pensamiento
por fin le llegó el momento
en que todo aquí se acaba
y en la duda se quedaba,
lerdo y pobre, sin sustento.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:  Tulio Mora

ESA EDAD

Por sus muslos bajo como una burbuja de carbón,
licuefacta, reventada; por sus muslos abiertos
y su inocente jardín negro picoteado por el viento,

abajo, más abajo de los tajos de la carne, más abajo
del atajo donde el río fue a morir en una mina;
como una infección, por donde todos hubimos de bajar,

por los pujantes dolores de la mujer, madre, madre
(Emma echada, Emma mordiendo con indelicadeza
la funda de una almohada, su aspereza, Emma

desproporcionada por el crecimiento de una cabeza
que ya ve salir como un tallo de azucena
que quisiera arrancarse), madre que no quiso

que yo naciera en una curva de ese río, en la más
alejada de las casas, pero era febrero y llovía y mi padre
no estaba y Emma buscó a una comadrona y dos días

antes ella fue hasta su cama y le dijo a Emma
(mi pequeño pincel, mi noche de naranjas tatuadas),
tocándole las sienes con los pulgares, le dijo

(verso apretado en tu frente, Emma, pobrecito volcán)
que esperase otros dos días, y he aquí que dos días
después la partera baja desatando distancias como madejas
de nubes, errante como una torrentera sin cauce,
y he aquí que baja puntual (Emma contaminada
por el sol de los trenes sin retorno) para bajarme hasta

su pollera o el suelo, bajándome por el cuello (Emma,
muchachita con las piernas tan abiertas, penetrándola
el viento helado de sucia ceniza), pero más abajo

aún, pero más abajo aún, donde se enturbian los espejos
de lo lejos, donde acaban los reflejos, donde se pierden
las inflexiones del dolor. Y qué quedó Emma de ti,

y qué de mí, y qué de quién en el espacio en que uno nace
oliendo a adobes, a tejas lagrimeantes -mientras, más
abajo del mundo, las raíces de la vida son como las manos

que se buscan en dos universos distantes-; oliendo a casa
solitaria (que no deja entrar al diablo), designada para
la maestra -que era Emma. Y ella bajó (por el olor)

de un camión con su panzota bellísima, robusta y tuvo
que ceder al miedo. ¿Un laberinto o un desierto? ¿Qué
vio Emma al bajar? Mineros tristes pidiéndole una taza

de té para resistir la tristeza, camas sucias, mesas
sin manteles bordados, lámparas de petróleo donde no brillaba
el futuro; vio su barriga que la ponía debajo de los grandes

alientos históricos, serenamente imposible, enamorada
de mi padre que llevaba la barba como un misionero
sin senda, mientras Emma tenía el olor de la hierbabuena

(y yo en su vientre bajo, en un universo celeste, me abría
hacia la superficie por un poco de aire, delfín allí
sobre una lánguida ola, contemplativo y feliz). Debajo

de campanarios y explosiones que precedían el ingreso
resignado de los mineros, dándole a ella -a Emma-
¿felicidad?, ¿temor?, ¿qué sentimiento intruso?; debajo

de un calendario de fiestas sin santos ni guirnaldas;
debajo del fuego estridente de un primus, al nivel
del llantén y del aullido de un perro, al nivel de los lagos

que tentaban a los suicidas con sus reflejos de inexplicables
eclipses lunares, al nivel de las cruces de los hijos
de los pastores que no llegaron ni siquiera a esta casa

a morir -la primera para llegar al pueblo-; desde abajo
caigo sobre la sábana blanca (la sangre última del sacrificio
materno se mantiene en el lienzo cobrando su más
expresionista mensaje de sobrevivencia), navegante
involuntario por el espacio oprimido de un cuarto, caído
pero no perdido, recuperado ante el primer grito (el más
agudo a partir de entonces), cuando no era más grande
que un diente de ajo ni más alto que un ala de gorrión,
abajo de Emma (Emma inocente, Emma como un cesto

que ofrendamos a los seres más tiernos), abajo debí caer,
mientras Emma me limpiaba las primeras lágrimas,
el pelo alborotado, ya expulsado de ella para siempre.
(De País Interior, 1994)

El legado de mi padre

Entre tantos hijos y nietos
con los ojos
asombrados do sendero
por el que ya estaba ingresando,
sé que me reconoció
porque me llamó con su mano
como cuando me reclamaba
unas monedas para el trigo de sus palomas.

Algo quiso salir del mudo nudo
de su pecho rendido y no pude oírle
o ya roncaba el adiós a spenas
porque él se estaba adentrando
en uma pampa donde miles de caballos galopaban
atronando la tierra
y dejando la imborrable sombra
de una quieta velocidad.

Algo quis sair do mudo despido
de seu pesisto rendido e não pude ouví-lo
ou já soava o adiós a spenas
porque él se estaba adentrando
en uma pampa donde miles de caballos galopaban
atronando la tierra
y dejando la imborrable sombra
de una quieta velocidad.

No podía ser eso todo — despedirme
de mi padre sin saber qué consejo o secreto
quería revelarme —,
así que en ese momento le besé la mejilla
y acercándome al oído
le dije en todo este tiempo no hemos hecho otra cosa
que repetir, repetir, repetir tu apelido,
en muy alta voz,
hasta que Mora nos devuelva el Amor en los olas
que frotan las piedras con impetuoso rugir.

¿ Alguien puede legarnos mejor regalo
que la sonoridad del único sentimiento
que anima el mundo?

Y entonces cerró los ojos
siguiendo el rastro de los caballos.

LUCHA REYES*

(1933 – 1973)

Mis fiebres, mis fatigas, mis mudanzas.
Mis 14 hermanos que no llegué a conocer.
Mi madre lavandera vencida por el peso
de sus sábanas tendidas.
O la otra, la real, la cotidiana,
mamá Clotilde,
peinándome, peinándome tan dulcemente
que siento una vihuela en los cabellos.
Mis cuartos de estera, mis callejones, mis corralones.
Mi rodar por las banquetas
como grano de frijol: del Callao
a Bravo Chico y luego al callejón del Buque.
Mis primeros valses cuando hacía gorgoritos
despatarrada como la estrellita de Cabrera Infante.
Mi sueño frecuente de la cena infrecuente.
Mi mal antiguo y pertinaz
devorando mis pulmones
mientras leo noticias como éstas:
Elecciones anuladas golpe de estado guerrillas en el Cusco
Javier Heraud muere asesinado en Puerto Maldonado
pena de muerte para Hugo Blanco…
Todas negras como mi maldito cansancio,
como los aplausos en Radio Nacional.
Mis ojos de sapo cantor y mis caderas de negra gorda.
Ya no soy la tímida muchacha que concursa en la tv
y canta en la Peña Ferrando imitando
a Toña la Negra, a la mexicana que tiene
mi mismo nombre, mi mismo apellido (coincidencia
catastrófica, horrenda coincidencia) y es tan borracha
y pobre como yo -y como yo da de beber
agua al sol en un dedal.
Pero tampoco soy la morena de oro del Perú,
aún no comprendo noticias como éstas:
golpe de estado nacionalizan Brea y Pariñas
masacre en Huanta y Ayacucho reforma agraria decreta
el general Velasco…
Y cómo pretender la voz más pura
sin traicionar a mis estrellas,
sucias de moho y esputo.
Y cómo pretender el vals eterno
sin dejar en las ventanas
sangre niebla smog
y no morir.
Mi temor a los incendios, mis maridos.
Mi queja con su hedor a hierbabuena
que se expande por las calles.
Mi ciego y furibundo pájaro-volcán
que picotea el duro mármol
y deja sus plumas chamuscadas en mis manos.
Esta vez ya canto con Pedro Vargas,
cuadruplico el llanto de Juan Gonzalo Rose (Tu voz/ tu voz/
tu voz/ tu voz existe/
anida en el rincón de lo soñado),
me presento en el Sky Room del hotel Crillón,
hay helechos que me envuelven como chales.
Pero en un micrófono presiento
al ojo monstruoso de un insecto
y antes que me digan
que aún joven me encontró la muerte
me arranco la voz y al cielo se la arrojo
para vergüenza de todos los gorriones.

(*) Luisa Reyes. Cantante negra de música criolla (vals, marine­ra). Llevó una vida llena de privaciones, como todos los repre­sentantes de los hogares humildes del Perú. Murió cuando tenía 40 años. (De Cementerio General, 1989)

CARLOS OQUENDO DE AMAT
EL ÁNGEL DETRÁS LA LLUVIA
Yo sé que tú estás esperándome detrás de la lluvia.
C. O. A.

En ese sueño Oquendo mira tras la lluvia su tortura. Lo visten
de overol y encogido en un barril emite el suspiro más horrendo.
Tiene el agua que lo enturbia rencor de ladrillo y pasadizo,

los cables desprenden un arco voltaico entre sus plumas,
el agitado relumbrón de la lámpara duplica las plegadas alas
sucias de abono y melancolía. Crece bajo pan de estrella

un llanto de tuba, muecas de martirio, silencio impío. El ángel
se sale de su funda, entra en el dolor de Oquendo, le borra
la flacura como borra el contacto de tu cuerpo la marca del jabón.

Luce ahora terno gris -Oquendo, o sea el ángel- y al pie del lago
baila tangos. Hay en ese asomo de sonrisa un mapa que siempre
lo conduce a dormir en la vacía banca de una iglesia, a una batalla

de pistoleros en la frontera, a los plátanos de una danza erótica
que la ballerina arroja a la platea y Oquendo, el ángel demacrado,
los devora. Flores en la balanza pesan lo que su limbo entero,

moretones en la piel y la tos manchada, tos de cueva, a escondidas,
de vergüenza pura. La madre bebe ron de quemar o trementina,
se frota la sortija, tizas (o plumones) de colores decoran la pizarra:

palabras de incontenido ardor, lo que se mira es lo que se piensa
es lo que se siente, un paisaje sentimental. El ángel vanguardista
calza de lejos. Poemas son avisos comerciales: con sus tubos

rojos, en lo espigado de la ciudad, anuncia elefantes ortopédicos
y caen manzanas del bigote del aviador. Sólo por el afecto de trazar
itinerario a la ironía, imagina al mariscal Benavides en el teléfono:

¿qué diámetro desea para su barril? ¿Cuántos kilovatios toleran
sus indefensos testículos? ¿Ha pensado en un desodorante mientras
lo cuelgan en el potro? Ademanes ascendentes, toses de ocasión

y vocación. Si riera el ángel cuando menos podría Oquendo
perdonar a Oquendo. Algo cae de sus brazos: el padre, bellísimo
en su intransigencia, contempla al obispo del Ku Klux Klan

que convoca a las mesnadas y brilla la casa del doctor afrancesado
con hachas de fuego feudal. Esa madrugada le viene a la memoria,
viento atracado en la zampoña, resuellos de carrizo apuran

la fuga familiar. El padre: lo dejé en la ventana, la madre: su foto
era un intento de suicidio, los amigos: no era un ladrón de frutas
pero estuvo a un pelo. Y ¿tiene usted una vara de eucalipto para

escribir en las arenas claras esa confianza de salir de la prisión
ni delator ni delatado? Los que fueron a su tumba: el cantinero
derramó, sobre una torre de copas de champán, la cascada

mineral que bebimos en su honor. Muy Oquendo, muy virrey,
un comunista señorial sin cama y con el pulso de esos pasajeros
que viajan colgados de sus caligramas. Una mirada (muy francesa)

remedando y remendando el mundo. Habría que salir del polvo
de sus tizas de colores para comprender ese consuelo de arquitecto:
grandes avenidas, bocinazos, alegría aun en policías de un azul

apuesto. Lo moderno, nuestra mierda nacional, royéndole los pocos
bronquios, el poco dedo que rozó las teclas de la máquina
Underwood. Y lo tangible, lo medible, lo pesable: 5 metros,

por ejemplo, es la extensión del traje que ocupó siempre a deshora.
El ángel que ahora bañan, tan Oquendo como el patio donde
una muchacha prende un cine, un cisne en su mejilla, pasa en limpio

sus poemas en papel japón. Llueve siempre, llueve inmaterial, pero
ya no llueve limpio. Y a gritos se derrama en la ablución punible.
Ser casi de verdad, castigo en tanta ala, comedor cansado

en plato de brisa. Un testigo: bueno, uno es peruano y tiene
su accidente policial, ¿qué Oquendo no es un ángel a la hora
de mostrar sus documentos? Y sin embargo se pinta golondrinas

en las cejas, se toca el pulso, registra los grados de la fiebre,
cuida sus esputos. Papelitos impecables, servilletas de lujoso hotel
doblados con esmero se llevan la escritura del pulmón ferido.

Una enfermedad de siglo, agrega el mariscal, una cifra, asiente
con una reverencia escoria obispo, que ya catorce mil Oquendos
pasan por el mismo pasadizo antes de leer poemas acéntricos.

Cierto, algo nos afilia a su mueca compasiva. Hay en el ángel
con anteojos rayos láser una mirada que picotea en el futuro,
eso es poesía acéntrica, la ciudad de letreros invertidos: prohíbe la tristeza,

en el hotel del Grito repinta el fajín del horizonte, lee con prisa
los diarios del año 2100, ¡un doctor, un doctor! (llama a su padre),
receta píldoras de mar y riega a la luna en la maceta. Construir otro

cielo, qué tal locura modernista. Usted dirá, ¿por qué no?, era un poeta,
¡está mintiendo!, grita el prefecto de Arequipa con su diente de oro,
¡nombres, nombres!, las oxidadas paletas del ventilador dan rienda

a su concierto. Pasemos del barril a Puno, a esa foto donde baila
el tango de su última sonrisa. No ha regresado allí desde
su infancia, padre/madre, la heredad en latas de humo, nada

ha quedado, salvo avispa obispo, el futuro salta cojo entre los surcos.
Su primo: reía en un chorrito, la novia junto al auto: le gustaba
conversar con viejas lavanderas, un soldado: lo andaban persiguiendo

desde Oruro. En esa danza va en arcángel a espantar al diablo
macho, al diablo diablo, craneando descolgar sus tizas,
remojar al sol en una frase de ríos bondadosos, recordando

al cronista policial que obsequia al carterista la ternura del apache
y a Tom Mix la cabalgata recia en auto patrullero. Otro aviso
comercial: relojes anudados a despreocupadas rosas y cae, cae, cae

el ángel del piso 25 y en todas las ventanas Oquendo lo despide
casi feliz, casi perdiz, al alquiler de la mañana, en vals de trenzas,
de tarjetas, de nostalgias. Y Mary Pickford besándole los ojos.

¿Era feliz?, se disculpa el mariscal, ¿era lombriz?, mete su cuchara
escombro obispo. Pero entonces lee la carta: otra muerte, otro
padre, otra tos que resbalar por los pañuelos perfumados del salón.

Suena el fox-trot en esa mancha sin sílabas que brota de su sangre.
Padre, se repite, viendo la foto del sepelio, los números de Amauta,
la silla de ruedas donde lame un gato la sombra de Mariátegui.

Quizá el otro ángel amputado lo vio con ojos nuevos, atado a las rejas
de un jardín de espejos. ¿Oquendo?, cuídese esa tos, deje a los obreros
con su gorra a cuadros capturar el cielo, concluya usted el verso

que dejó colgado en la falda de las chicas. Pero ya caen al barril pumas
e indios con sus botas de oro, la madre con su nombre lento y sus músicas
humildes. El ángel de la lluvia cruje, Oquendo entra al sueño verdadero.

JOSÉ A. RÍOS
EL ÁNGEL TURBULENTO
Los voy a buscar hasta el infierno.
J. A. R.

Al ángel turbulento la noche le parece residir
al interior de una botella rota. A sus 20 años
él y los ángeles cuatreros ya se pintan con el rojo

bandera de las emboscadas, en forros de dudosa
referencia a dogmas que acumulan capítulos
de muerte, pichones de la hoguera donde -esa es

la artera partera de la innoble gloria- más arderán
en masa, en mesa de naufragios, en misa de labios
arrancados. Malos sueños, rabia desvestida,

postergaciones del deseo bajo amenaza
de una clonación del tiempo pervertido
contra inclementes profecías. Un auto

se marchita en esa luz de menta donde las armas
pesan lo que ausentan, fogonazos y sorderas,
la cremación en grandes hornos industriales.

Una sola certeza: el ángel del abismo, de idioma
fronterizo y arrojado a la ambigüedad,
por puro instinto huye por zaguanes hacia atrás

donde ya todo le ha ocurrido. Nadie más
turbio que él, murmulla él de sí en el aire
enrarecido por los grillos y el verano yendo

por ese torbellino hacia las cuentas pendientes
que se arreglan, como en el cine, con disparos y falsos
pasaportes. Al bronco alborotado el minúsculo

montón de cálidas coartadas y esas mañas
sin mañanas que se pesan por atroz revelación.
Planos de bancos asaltados, tiroteos en playas

pedregosas, épicas que atizar con disolvencias
de luz, desasidas crujen las bisagras de la historia
y no pasan más los pájaros por su cielo de agua

tibia -si es que tiene cielo- donde él sueña reposar
con mancebos mondados y montados. Corvas dunas
del insomnio siempre similar, como dos gotas

de ron, se piensa de quien grito y garabato
escribe de la bruma cuando da con su memoria
condenas de sí solo, saliendo al mundo

como de una madriguera. Un perro terminal.
Con mano que acaso acariciara sus propias
perforaciones de la fe, y no este anticipo

del gran río de una tragedia inacabable,
en descampado incendio traza el círculo virtual
de la zozobra: ¿apenas somos la copia desgastada

de un mismo rencor? ¿Lo que quisiéramos
precipitar tiene una sola derrota y todas las traiciones?
¿En qué volcán recién parido ahogaremos al sol

del exterminio? El ángel turbulento mira de reojo
la última acuarela de Lima, extraviado en afilado
rayo y sabiendo que asiste al entierro del futuro.

Por eso petardea al luto de la madrugada
decorándola con el destello de una estrella
delatora. A él, el ángel turbulento, de pellejo

duro y ronquera del infierno, a él y los otros
gavilleros de aromados sobrenombres
que en el mapa de las conspiraciones pretendían

degollar al animal destino, los prendedores
del peor remordimiento. ¿Así todo arrancó, así todo
mancó? Claro, aún puede decir -pero ahora está

en Varadero escurriendo en el cuerpo de arena
de un miliciano una afrenta inmerecida-: si escarbo
hacia adelante más muertos danzan y no los lloran

ni la lluvia del reposo ni el responso de la revolución.
Solitario de todas las cantinas, de risa desbocada
y apacible furia que jamás lo desocupa

destrenza de las eras proscritas inocencias. Un ángel
de esquina alerta ante las cercanas ululaciones
de patrulleros y redadas. ¿Enero? Siempre fue enero

para él, leal a toda despatriada sombra. Así quedó
bajo nubes mariconas, asolapadas en la eterna sospecha
pero siempre de intacto júbilo y con toda su fragilidad

salvaje. Ya en París, muchos años después,
con la tribu de los saqueadores del barrio XVI,
se reconocería el inquilino travestido de Polanski

borroneando la imagen de la misma noche:
filósofos de ironía comedida, abogados de crispados
laberintos, poetas renegados de nostalgia, con ellos

traspirando invariables pesadillas. Todos duraron
lo que ya se está muriendo, yéndose por el mismo
callejón con los ariscos a ese punto en que el espejo

lame el océano de otra sangre. Lo veo inmóvil
en esa secuencia de un poste resplandeciente
de polillas donde el gángster se toca el corazón

y sabe que aún sobreviviente ya no es él, ni siquiera
girando el tambor de su pistola o de un recuerdo
moribundo. El de erráticos arranques, con sus bromas

vocingleras, piensa desde entonces y siempre
sin remanso, trascribiendo a control remoto
este presentimiento: el asma de su discordia

ya tuvo una infancia demolida y contra él mismo
vuelve a echar la venganza de esa iniquidad
incitando las batallas de su alma a una aspereza injusta.

Callos de la suerte, después surcos, billetes
suspendidos en la niebla, una pericia policial.
Perro peripecia errando por todos los costados

del fracaso, sí, hay un cielo que tumbar, pero
¿cuándo y para qué? Fue en enero, en ese mes
ladrón de sol y noches sin anestesia. Tres tristezas

le bastaron como imagen del mundo. Ahora
muerto el ángel turbulento y sus amantes
se van de aguas a un bar de espejos redimidos.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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