DE QUÉ SIRVE SER BUENO? [Mi poema]
Juan Van-Halen [Poeta sugerido]

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MI POEMA… de medio pelo

 

De qué sirve ser bueno si nadie te conoce,
si nadie te conoce nadie te habrá leído,
si nadie te ha leído, no obtienes ningún goce,
cariño es sin el roce que pasa inadvertido.

No intentes predicar si estás en un desierto,
que estando en un desierto nadie podrá escuchar,
si nadie ha de escuchar es cual si hubieras muerto,
y si te hubieras muerto ya nadie podrá amar.

Si escribes bien o mal lo debes de mostrar,
echándolo a volar mezclado con el viento,
volando por el viento desde uno a otro lugar
y al corazón tocar llegando al sentimiento.

Si plantas una rosa en un lugar baldío,
echando un desafío sin agua y sin abono,
sin agua y sin abono por más que pongas brío
muy pronto has de morir así que exista ozono.

Ni venga Dios a verte, las hadas te protejan,
las ruinas te cortejan pues nadie ha de leerte,
que incluso ni con suerte si ven no lo aconsejan,
ni acercan ni se alejan que nadie va a quererte.
©donaciano bueno

Ahora dicen si no estás en las #redes es como si no existieras, es cierto? Share on X

MI POETA SUGERIDO:  Juan Van-Halen

EL POETA SUEÑA A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ MIENTRAS HABLA EN VISOR CON JESÚS GARCÍA SANCHEZ

Era en Visor. Los libros, callada compañía,
acunaban la tarde mientras Jesús hablaba.
No sé qué me decía, sé que yo le escuchaba,
y él hablaba de versos igual que cualquier día.

En un lugar tan mágico como una librería,
donde los locos sueños jamás encuentran traba,
la charla crece y crece, y el tiempo no se acaba.
Eso ocurrió, y la tarde se nos desvanecía.

Un tiempo sin relojes desterraba el hastío,
y entonces descubrimos a Juan Ramón, parado
frente a un estante. El traje gris y la barba oscura,

en la mano una vieja edición de Darío.
Estaba allí, mirándonos con aire ensimismado,
perdido entre la niebla que orlaba su figura.

AS DE CORAZONES

El recuerdo es la torpe certidumbre
de que somos olvido,
de que lo nuestro es más de ayer
y apenas queda tiempo.
Si llamamos
al miedo por su nombre,
si convocamos luego a la memoria
y escanciamos el riesgo de su látigo,
de su gélida lezna,
una noria de ciegas agonías nos inundará el pecho:
actos que un día deshojamos
y otro, fielmente, destruyó el olvido.
Regresarán promesas no cumplidas,
palabras que quisiéramos no haber salvado nunca,
besos no deseados
o hermosos rostros idos cuyo retorno quema.
Estoy aquí ante el tiempo,
ante el niño que un día alertó mi estatura:
frente a frente los dos
como un milagro del espejo. Nadie
ha abierto los cajones hondos de la tristeza,
mas los años se han hecho resurrección y espina.
Y bien sé que el retorno
es duelo y destemplanza.
En este niño
hay acusación, el viejo eco
de preguntas abiertas como heridas.
Pues la memoria siempre
es la terca enemiga que nos niega el silencio.

DON FRANCISCO DE QUEVEDO RECIBE UN DESAFÍO

Anoche fui de vinos, recorrí los tugurios
de una ciudad perdida para siempre en los sueños,
y cumplí, entre las nieblas, fabulosos empeños,
lejos de realidades y sensatos augurios.
En el rincón más sórdido de una ignorada venta
encontré a don Francisco de Quevedo. Escribía
a la luz temblorosa de una vela, y bebía
jarra tras jarra, tantas que he perdido la cuenta.
Un soldado, borracho, le espetó un desafío,
y, uniendo falta y gesto, desenvainó la espada.
Don Francisco, en silencio, sostuvo su mirada,
manteniendo la calma frente a aquel desvarío.
Luego dejó caer hasta el suelo la capa:
sobre su pecho el rojo de la cruz de Santiago.
Miró la espada cerca, gustó de un largo trago,
midió del torvo tipo calandrajo y gualdrapa.
El soldado, de pronto, recobró sus cabales:
un santiaguista era demasiado enemigo
La oscura sala, espesa, era mudo testigo.
El acero, aún desnudo, brillaba en los cristales.
Sirvió vino el ventero, embridado el resuello,
alguien cantó, y al fondo desgarró una guitarra.
Se olvidó el desafío, se desbocó la farra,
Quevedo alzó la capa otra vez a su cuello.
Fuese manso el soldado, que fue tan altanero,
sin conocer quién era tan frío caballero.
(De “Espejismos” (Antología), 2005)

EL SEGUNDO ALFANJE

(Bagdad, Irak)

El hombre allí,
en medio del enorme salón de oros y mármoles,
con un traje cortado en Inglaterra,
impecable de oscuro azul bajo sus negros ojos,
más brillantes a la luz de las viejas arañas
solemnes y algo impropias,
y su sonrisa amable de vendedor de alfombras
en el bazar de Khan el-Khalili
allá en El Cairo de su juventud y de mis recuerdos,
arqueando su bigote ridículo
en los gestos de su boca grande,
mientras me expedía esas amables palabras,
tan repetidas,
de quien recibe por obligación a un molesto desconocido.

La Guardia y sus colores,
resurrección atípica de Abderramán III,
en los amplios y mudos salones,
en corredores, puertas y pasillos,
hasta llegar a aquella estancia tan desproporcionada;
hasta llegar al hombre del traje inglés,
de los ojos que tiznan,
del bigote flotante,
que no era un vendedor de Khan el-Kahili,
ni Bagdad era El Cairo,
aunque vendía la rara mercancía nacida en su palabra,
que no estaba a la venta en el mercado
y era tan apreciada por él y por el mundo.

Fueron más de tres horas,
con ritos y distancias que prescribe el arte de la esgrima,
en las que yo intenté saber más de aquel hombre
del que su pueblo hablaba comúnmente en susurros.

Frente a mí una leyenda,
entre tazas de té que un gigantón llenaba sin dejar apurarse,
y un alfanje lujoso de acero y pedrería
colgado en la pared, no sé si una advertencia
o un lujo del Oriente,
mientras los dos, el hombre y el visitante incómodo,
vendíamos, comprábamos,
la extraña mercancía que llamamos noticias
y el tiempo ingrato pronto condenará al olvido.

Habló de guerra, de petróleo, de armas,
de una infancia indigente,
del joven que atentó contra el tirano Karim Kassem,
de su fracaso,
de su exilio en El Cairo,
del destino imparable que llevaba su nombre,
de pueblos y países como si el mundo fuese
sólo un juego de mesa,
y las vidas valiesen lo que una ficha aislada en el tablero
que descarta quien gana.

No levantó la voz,
nunca mostró alegría ni desánimo,
hablaba quedamente,
desde una cercanía nada cómplice,
con esa convicción de quien no duda,
de quien nunca contempla que puede equivocarse.

El hombre, al fin, era su certidumbre.

Locuaz e inteligente, no hubo ni un solo instante
en que me pareciese que hablaba con un loco.

Después de aquellas horas que se me hicieron briznas
de un tiempo sin relojes,
otra vez los salones silenciosos,
los corredores y las puertas,
los pasillos, la Guardia y sus colores.
Abderramán III en Medina Azahara.

Y atrás un hombre frente a su destino.

Saddam Hussein era
como un segundo alfanje que no vi reflejado en los espejos
de aquel salón tan desmedido
como la propia Historia y sus argucias.
(De “Bajo otro tiempo”, 2013. Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla”)

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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