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Nicolás Fernández de Moratín, padre del conocido escritor de nombre Leandro, fue un hombre de letras que vivió entre los años 1737 y 1780 en Madrid, España. Luego de haber recibido una formación jesuítica, se trasladó a la ciudad de Valladolid para cursar sus estudios superiores, convirtiéndose en abogado. Se relacionó con muchos otros intelectuales de la época, firmando sus escritos con el seudónimo Flumisbo. Como tantos otros poetas, aprovechó el carácter masivo de los periódicos para darse a conocer. Uno de sus grandes gustos era la tauromaquia, tema sobre el cual produjo más de una obra, tales como el poema «Fiesta de toros en Madrid». Aparte de las leyes y la composición literaria, otra de sus ocupaciones fue la docencia; a los cuarenta años de edad, comenzó a dictar clases de poesía en la capital española.

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LOS POEMAS

 

Atrevimiento amoroso

Amor, tú que me diste los osados
intentos y la mano dirigiste
y en el cándido seno la pusiste
de Dorisa, en parajes no tocados;

si miras tantos rayos, fulminados
de sus divinos ojos contra un triste,
dame el alivio, pues el daño hiciste
o acaben ya mi vida y mis cuidados.

Apiádese mi bien; dile que muero
del intenso dolor que me atormenta;
que si es tímido amor, no es verdadero;

que no es la audacia en el cariño afrenta
ni merece castigo tan severo
un infeliz, que ser dichoso intenta.

 

Bendita sea la hora, el año, el día…

Bendita sea la hora, el año, el día
y la ocasión y el venturoso instante
en que rendí mi corazón amante
a aquellos ojos donde Febo ardía.

Bendito el esperar y la porfía
y el alto empeño de mi fe constante
y las saetas y arco fulminante
con que abrasó Cupido el alma mía.

Bendita la aflicción que he tolerado
en las cadenas de mi dulce dueño
y los suspiros, llantos y esquiveces,

los versos que a su gloria he consagrado
y han de vencer del duro tiempo el ceño,
y ella bendita innumerables veces.

 

El gallo y el zorro

Un gallo muy maduro,
de edad provecta, duros espolones,
pacífico y seguro,
sobre un árbol oía las razones
de un zorro muy cortés y muy atento,
más elocuente cuanto más hambriento.

«Hermano», le decía,
«ya cesó entre nosotros una guerra
que cruel repartía
sangre y plumas al viento y a la tierra.
Baja; daré, para perpetuo sello,
mis amorosos brazos a tu cuello.»

«Amigo de mi alma»,
responde el gallo, «¡qué placer inmenso
en deliciosa calma
deja esta vez mi espíritu suspenso!
Allá bajo, allá voy tierno y ansioso
a gozar en tu seno mi reposo.

«Pero aguarda un instante,
porque vienen, ligeros como el viento,
y ya están adelante,
dos correos que llegan al momento,
de esta noticia portadores fieles,
y son, según la traza, dos lebreles.»
dijo el zorro, «que estoy muy ocupado;
luego hablaré contigo
para finalizar este tratado.»

El gallo se quedó lleno de gloria,
cantando en esta letra su victoria:
Siempre trabaja en su daño
el astuto engañador;
a un engaño hay otro engaño,
a un pícaro otro mayor.

 

Los animales con peste

En los montes, los valles y collados,
de animales poblados,
se introdujo la peste de tal modo,
que en un momento lo inficiona todo.
Allí, donde su porte el león tenía,
mirando cada día
las cacerías, luchas y carreras
de mansos brutos y de bestias fieras,
se veían los campos ya cubiertos
de enfermos miserables y de muertos.
«Mis amados hermanos»,
exclamó el triste Rey, «mis cortesanos,
ya veis que el justo cielo nos obliga
a implorar su piedad, pues nos castiga
con tan horrenda plaga;
tal vez se aplacará con que se le haga
sacrificio de aquel más delincuente,
y muera el pecador, no el inocente.
Confiese todo el mundo su pecado.
Yo, cruel, sanguinario, he devorado
inocentes corderos,
ya vacas, ya terneros,
y he sido, a fuerza de delito tanto,
de la selva terror, del bosque espanto.»
«Señor», dijo la zorra, «en todo eso
no se halla más exceso
que el de vuestra bondad, pues que se digna
de teñir en la sangre ruin, indigna,
de los viles cornudos animales
los sacros dientes y las uñas reales.»
Trató la corte al Rey de escrupuloso,
Allí del tigre, de la onza y oso
se oyeron confesiones
de robos y de muertes a millones;
mas entre la grandeza, sin lisonja,
pasaron por escrúpulos de monja.
El asno, sin embargo, muy confuso
prorrumpió; «Yo me acuso
que al pasar por un trigo este verano,
yo hambriento y él lozano,
sin guarda ni testigo,
caí en la tentación: comí del trigo.»
«¡Del trigo! ¡y un jumento!»
gritó la zorra, «¡horrible atrevimiento!»
Los cortesanos claman: «Este, éste
irrita al cielo, que nos da la peste.»
Pronuncia el Rey de muerte la sentencia,
y ejecutóla el lobo a su presencia.
Te juzgarán virtuoso,
si eres, aunque perverso, poderoso;
y aunque bueno, por malo detestable,
cuando te miran pobre y miserable.
Esto hallará en la corte quien la vea,
y aun en el mundo todo. ¡Pobre Astrea!

Saber sin estudiar

Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
«Arte diabólica es»
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho,
un fidalgo en Portugal
llega a viejo, y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho.»

 

Oh, gran Pepona, de saber profundo…

(…)¡Oh, gran Pepona, de saber profundo;
grande en tu oficio! Deja que repita
para instrucción y norma de alcahuetas
la alta respuesta que a mi cargo diste,
dignas palabras de grabarse en bronce.
«Hijo, me dice un día, que a las once
quedó citada en la espaciosa lonja
de Trinitarios; hijo, está perdida
la putería; apenas lo creyera,
¿quién en mi mocedad me lo dijera?
En consecuencia del encargo tuyo
hice, cual suelo, vivas diligencias,
que, o no admitir la comisión honrada,
o debemos hacerlas en conciencia,
y donde no, restituir la paga,
mas pocas hay de proceder tan justo.
Yo, como sabes ya, sé bien tu gusto,
que por larga experiencia sé servirte;
ya fe de honrada no sabré decirte
cuánto afané por una buena moza.(…)

 

Oda en alabanza de dalmiro imitando el estilo sublime de píndaro

Tres veces, oh dalmiro,
la cítara lesbiana apliqué al pecho
aliviando mi suspiro
al ejercicio usado
con peine ebúrneo y pulso a trizas hecho
en lauro coronado
porque te aplauda cuando mi voz cante
con cuerdas lloro el ébano sonante.
Y tres veces timbreo
áurea palabra destilo en mi oído
cogida con deseo
dulcísima y sonora
cual su rayo en mar índico ha cogido
irisiada concha o nácar erithea
que mansamente el flujo la menea
con aura matutina
y arrullo de los céfiros serenos
y febo la divina
lira puso cantando
y versos me inspiró de néctar llenos:
a cuyo acenia blando
rompen el agua en escuchar conformes
las sacras ninfas del nevado tormes.
Teniendo cairelada
con espadaña junco y verdes ovas
frente de oro crinadas
y el viejo Dios del río
dejando allá en sus húmedas alcobas
dosel de plata frío,
salió a escuchar la célica armonía
y en la mano la barba entretenía.
Mil gotas destilando
y no (merced a apolo) te cantaba,
ni marcial, como cuando
en la traciona orilla
mueve el bistonio marte guerra brava
blandiendo alta cuchilla
o la terrible lanza, con violento
impulso y junta la lengueta y cuento.
Con hierro engastonado,
y túnica vestida de diamante
ancho escudo embrazado
de láminas de bronce,
con sangre rociado de gigante
en las esferas once
relinchan sus caballos y al estruendo
del carro tronador, ebro el horrendo
curso pasó. De esta arte,
con la fulmínea espada hiriendo el viento,
no aspiro yo a cantarte
que el vuelo que levanta
el águila dircea al firmamento
es corto a empresa tanta
y a palas y minerva no es bastante
la cítara de píndaro sonante.
Con nuevo y dulce empleo,
esparciendo de casia olor sagrado,
y cínamo panqueo,
mi siempre humilde musa,
como alcarrena abeja al matizado
romeral en confusa
selva amena hizo moradas flores
cantará los suavísimos amores.
Que athenas te ofreciera
con lampo de belleza irresistible
cual rayo de la esfera.
Dichosa tu hermosura,
no solo porque en ti miré asequible
cuanto pudo natura,
mas porque te ensalzó la voz discreta
del divino y granDioso poeta.
Que el coro de helícona
del laurel y arrayán ciñe a su frente,
y rosas la corona.
Muchos ha dulces días
que este amor conocieron felizmente.
Présagas ansias mías
que el pecho y corazón de quien tiernamente
arde por dentro en resonante llama.
No oculta a fiel amigo,
a favor de la dulce poesía
él es así testigo
de cuanto vibran rayo
los soles que a la ninfa ilustran mía,
cuanto clavel da mayo,
y cuanto incendió al híado oriente
los cerros de oro undoso de su frente.
Pero también él sabe
como me dio palabras que ligeras
volaron más que el ave
de jove, por la altura
de la etérea mansión: o tú no quieras
con tanta hermosura
que en los melífluos versos de dalmiro
que el indio desde el mar honde retiro
de la intacta señora
atiende, con plumeros y aljabado,
y el río que colora
su arena, al son se para
resuene tu desdén. ¡Ay que culpado
será, y su saña rara!
y cuanta Diosa envía, dará más pía
tan celeste y angélica armonía.

 

Canción. a Pedro Romero, torero insigne

Cítara áurea de apolo, a quien los Dioses
hicieron compañera
de los regios banquetes, y ¡oh sagrada
musa! que el bosque de helicón venera,
no es tiempo que reposes;
alza el divino canto y la acordada
voz hasta el cielo osada,
con eco que supere resonante
al estruendo confuso y vocería,
popular alegría,
y aplauso cortesano triünfante,
que se escucha distante
en el sangriento coso matritense,
en cuya arena intrépido se planta
el vencedor circense,
lleno de glorias que la fama canta.
Otras quiere adquirir, y así de espanto
y de placer se llena
la villa que domina entrambos mundos.
Corre el vulgo anhelante, rumor suena,
y se corona en tanto
de bizarros galanes sin segundos
y atletas furibundos
el ancho anfiteatro. Allí se asoma
todo el reino de amor, y la hermosura
que a venus desfigura,
y no hay humano pecho que no doma
(baldón de grecia y roma),
y en opulencia y aparato hesperio
muestra madrid cuanto tesoro encierra
corte de tanto imperio,
del mayor soberano de la tierra.
Pasea la gran plaza el animoso
mancebo, que la vista
lleva de todos, su altivez mostrando,
ni hay corazón que esquivo le resista.
Sereno el rostro hermoso,
desprecia el riesgo que le está esperando;
le va apenas ornando
el bozo el labio superior, y el brío
muestra y valor en años juveniles
del iracundo aquiles.
Va ufano al espantoso desafío,
¡con cuánto señorío!
¡qué ademán varonil! ¡qué gentileza!
pides la venia, hispano atleta, y sales
en medio con braveza,
que llaman ya las trompas y timbales.
No se miró jasón tan fieramente
en colcos embestido
por los toros de marte, ardiendo en llama,
como precipitado y encendido
sale el bruto valiente
que en las márgenes corvas de jarama
rumió la seca grama.
Tú le esperas, a un numen semejante,
sólo con débil, aparente escudo,
que dar más temor pudo;
el pie siniestro y mano está delante;
ofrécesle arrogante
tu corazón que hiera, el diestro brazo
tirado atrás con alta gallardía;
deslumbra hasta el recazo
la espada, que mavorte envidiaría.
Horror pálido cubre los semblantes,
en trasudor bañados,
del atónito vulgo silencioso;
das a las tiernas damas mil cuidados
y envidia a sus amantes;
todo el concurso atiende pavoroso
el fin de este dudoso
trance. La fiera que llamó el silbido
a ti corre veloz, ardiendo en ira,
y amenazando mira
el rojo velo al viento suspendido.
Da tremendo bramido,
como el toro de fálaris ardiente,
hácese atrás, resopla, cabecea,
eriza la ancha frente,
la tierra escarba y larga cola ondea.
Tu anciano padre, el gladiator ibero
que a grecia españa opone,
con el silvestre olivo coronado,
por quien la áspera ronda ya se pone
sobre elis, y el ligero
asopo el raudo curso ha refrenado,
cediendo al despeñado
guadalevín; tu padre, que el famoso
nombre y valor en ti ve renovarse,
no puede serenarse,
hasta que mira al golpe poderoso
el bruto impetüoso
muerto a tus pies, sin movimiento y frío,
con temeraria y asombrosa hazaña,
que por nativo brío
solamente no es bárbara en españa.
¿Quién dirá el grito y el aplauso inmenso
que tu acción vocifera,
si el precio de tus méritos pregona
la envidia, con adorno a la extranjera,
que dice: «en el extenso
mundo, ¿cuál rey que ciña la corona
entre hijos de belona
podrá mandar a sus vasallos fieros
(como el dueño feliz de las españas)
hacer tales hazañas?
¿cuál vencerán a indómitos guerreros
en lances verdaderos,
si éstos sus juegos son y su alegría?»
¡oh, no conozca españa qué varones
tan invencibles cría!
¡rogádselo a los cielos, oh naciones!
y tú, por quien vandalia nombre toma
cual la aquiva corinto
(ni tal vio el circo máximo de roma),
si algo ofrece a mi verso el Dios de cinto,
tu gloria llevaré del occidente
a la aurora, pulsando el plectro de oro;
la patria eternamente
te dará aplauso, y de aganipe el coro.

 

ARTE DE LAS PUTAS

– I –

HERMOSA Venus que el amor presides,
y sus deleites y contentos mides,
dando a tus hijos con abiertas manos
en este mundo bienes soberanos:
pues ves lo justo de mi noble intento
déle a mi canto tu favor aliento,
para que sepa el orbe con cuál arte
las gentes deberán solicitarte,
cuando entiendan que enseña la voz mía
tan gran ciencia como es la putería.
Y tú, Dorisa, que mi amor constante
te dignaste escuchar, tal vez amante,
atiende ahora en versos atrevidos
cómo instruyo a los jóvenes perdidos,
y escucha las lecciones muy galanas
que doy a las famosas cortesanas.
Mas ya advertido mi temor predice
que al escuchar propuestas semejantes
tu modesto candor se escandalice;
pues no, Dorisa bella, no te espantes
que no es como en el título parece,
en la sustancia esta obra abominable.
Por mí la serie de los tiempos hable;
pues siguieron las mismas opiniones
todos los siglos, todas las naciones,
y hallarán en el mundo practicados
mis dogmas por las gentes más ilustres
de entrambos sexos; no permita el hado
que la obscena maldad ninguno aprenda
siendo yo su maestro; el que aún no entienda
del rígido apetito, no me lea
a no ser que advertencias pretendiese
del mal para evitarlo, pues cogido
puede un incauto ser muy fácilmente,
del contrario que no es bien conocido.
Así como se informan los pedantes
de Galego y de Lárraga, estudiantes
del homicidio, estupro y adulterio,
de plétora, aneurisma y esquinencia
para ahuyentarlo, como dicen ellos,
con rosario y con pócimas amargas,
yo no pretendo con arengas largas
disuadir el amor puro y constante
de solo a solo, ni romper deseo
la coyunda que enlaza el Himeneo.
Sufra el cuello magnánimo y robusto
su yugo tan pesado como justo,
y evitará el horror de mis lecciones;
mas ¡qué de estorbos, oh Fortuna, pones
para lograrlo! El áspero dinero
le falta al uno, al otro la licencia
del superior o el padre muy severo.
¿Quién bastará a adornar de resistencia
para que el otro sufra eternamente
a una mujer fantástica, insolente,
que fiada en el lazo indisoluble
tiranamente usurpa el despotismo
del hombre, su prudencia despreciando?
¡De cuántos infortunios libertada
fuera la humanidad si este contrato
lo anularan violadas condiciones!
Aunque no permitido, practicado
vicio que aun hoy ya no es disimulado;
¡cuántos suspiros, cuántas aflicciones
ocultas se acallaran si el recelo5
turbara las seguras posesiones!
Diera yo entonces inútiles lecciones;
mas pues el mundo sigue este sistema,
no hay alguna razón para que tema
el mío establecer. Sin duda alguna
fuera mejor que el mundo me creyese
y su amor cada cual diese a la amada
para siempre en coyunda muy sagrada,
o en castidad purísima viviese.
¡Castidad! gran virtud que el cielo adora,
virtud de toda especie destructora,
y si los brutos y aves la observaran
comiéramos de viernes todo el año:
pero, ¿por qué abrazar el Himeneo?
Muchos en los demás escarmentados
le aborrecen tenaces, pues templados
no son los hombres, ni templarse pueden
si no quebrantan la naturaleza
con muy duro y con áspero castigo,
que es inhumanidad si no es fiereza,
de la ley natural dogma enemigo
y no puede haber hombre si es humano
que lo deje de ser. Con modos feos
y horrendos, sacia el uno con vil mano
el brutal apetito a sus deseos;
no es falso por no público este crimen,
ningunos aunque callan de él se eximen.
Otro incauto en nocturna complacencia
sin que al sueño hacer pueda resistencia
despierta humedecido, la blancura
de la ropa interior contaminada,
sin propio vaso, en fin, desperdiciada
la sustancia vital capaz de vida:
y no siendo posible que se impida
lo que la naturaleza a voces clama
ya justa o injustamente, inevitable
es de amor apagar la ardiente llama.
Tanto cristiano Demóstenes hablaba
fulminando del púlpito amenazas
al lascivo; mas ¿qué han adelantado?
El mundo aún hoy se está como se estaba;
prueba es que sus razones no han bastado.
Pues, ¿qué delito mi inocente Musa
comete, cuando a un mal inevitable
no pudiendo extinguirle, le modera
la malicia fatal? Ya que haya mal,
el modo por lo menos bueno sea
y hágase bien el mal. Si yo evitara
tanto dispendio en jóvenes perdidos,
¡qué felices mis versos contemplara!
¡cuántos enajenados, mal vendidos,
cuantiosos patrimonios mendigando
se miran por las putas insaciables!
Si fuera la dulzura de mi canto
capaz de impresionar el horroroso
gálico inmundo y su extinción lograse,
ésta sí fuera de mi canto hazaña.
La primer flota que nos trajo a España
Colón desde las Indias, a quien dieron
en Nápoles su nombre los franceses,
si a lo menos ¡oh Musa! consiguieses
evitar los escándalos!… Si acaso
facilitando hacia el burdel el paso
cerraras las alcobas conyugales
y las castas purezas virginales
aseguraras, ¡qué feliz serías!
Hubiera quien mis dulces poesías
notara de impiedad viendo que en ellas
se asegura el honor de las doncellas.
Si moderan los gastos excesivos
que pierden a los jóvenes lascivos,
y el contagio venéreo se destierra
de las ardientes ingles y, seguros
los tálamos nupciales, los futuros
frutos de bendición esperan ciertos;
y el infame adulterio aniquilado
llega en España a ser desconocido,
y el escándalo siempre aborrecido
del cielo, no da ya en los ojos castos
pésimo ejemplo, el daño menor debe
sufrirse por obviar mayores daños.
Así el profano Coliseo, el fuerte
circo para lidiar los bravos toros
por sólo entretener tantos ociosos,
con mil casas de juego se consienten.
Las leyes, la política indulgente
a los concubinarios dio licencia
por salvar al consorte el nupcial lecho.
Ciudades cultas dan con alto techo
al público burdel magnificencia
y las vírgenes castas y matronas
con no invadido honor cruzan las calles,
y así ¡oh! cualquiera que el perderte abona,
la sacra inmensidad de la nobleza
no profanes sacrílego, atrevido,
vuelve a mi verso el lujurioso oído,
que en él se encuentra el lupanar inmundo
que por escrito a tu lascivia fundo.
Y no pienses que invento estas maldades:
de ti son aprendidas; no que lo hagas
te mando, sino escribo lo que haces
y acaso encontrará la incontinencia
de ambos sexos remedio al informarse
de la astucia, del dolo y la impudencia
que recíprocamente en engañarse
practican unos y otros, y es posible
que así fuese la enmienda conseguible,
y todos conociéndose se teman
y se aborrezcan y se enmiende el mundo:
mas ya tocado de un pesar profundo
mi crédito en balanzas considero;
me juzgas un perdido putañero
pues del arte y las putas doy noticia.
La consideración ni la justicia
no engendra tal concepto, es hijo espúreo
del satírico humor de tu malicia;
ni el escrito indicio de la mente,
con modesta conducta y recta vida,
mí Musa es juguetona y divertida;
Virgilio, así, y Homero el excelente
hubieran sido atroces y guerreros
las armas y las cóleras cantando;
ni el nombrar son indicios verdaderos
del tratar la persona. De Alejandro,
Curcio, su historiador no vio el semblante;
no es maravilla que mi Musa cante
un arte al parecer de los peores:
maldades se han escrito bien mayores
de todos aplaudidas. Uno escribe
en el arte espantoso de la guerra
preceptos de asolar toda la tierra,
pernicioso y horrible a los humanos,
otro pretende habilitar las manos
en fundir el metal de los cañones
para derribar hombres a millones
y alcázares que el tiempo no lo haría
al trueno de la horrenda artillería.
El arte de verter la sangre humana
con la espada fatal es aprendido
de Príncipes y grandes, y es leído
el libro de políticas aleves
para oprimir la libertad del pueblo
sin que él lo advierta. Son mucho más leves
mis delitos: no incito asolamientos,
destrucciones ni muertes horrorosas:
sólo facilitar las deleitosas
complacencias de amor inexcusables
por modos a ninguno imaginables
solicito, y del arte meretricio
pretendo por mi astucia y mi desvelo
ser nuevo Tiphis y otro Maquiavelo.
Y no defenderé que bueno sea,
mas sólo sé que los insignes hombres
que fueron inclinados lo siguieron
y los que fueron fríos no lo hicieron;
y no es virtud dejar lo que no gusta.
Unos van al Peñón, otros se dejan
llevar hasta Manila desterrados:
los brutos quieren ser despedazados
primero que ceder este derecho.
La malicia y la envidia sólo han hecho
este vicio el mayor de las maldades,
mas ¡cuánto son peor las falsedades,
hurtos, ingratitud y tiranía!;
y esto se pasa y aun se aplaude hoy día.
Por ceremonia sólo no nombrarnos
lo que hacemos: verás una casada
que primero dirá mil impiedades
que aquello que hace más y más le agrada;
y piensa injusta una mujer honrada
que con ser fría, lícito le es todo;
y no piensan los hombres de otro modo;
pues muchos hallarás que sin empacho
se alaban de matar (acción horrible)
y no osarán decir que han engendrado.
Una sola manera se ha encontrado
de hacer los hombres; mas de deshacerlos
¡cuántas industrias inventó la muerte!
Y el instrumento que los mata fuerte
va por gala y blasón pendiente al lado
y el que los hace, oculto y deshonrado;
y los hombres inicuos dan laureles
al que mata a un millón de sus hermanos
y deshonran al que ama a las mujeres.
¡Cuánto es mejor, o cuánto menos malo,
que el grande Motezuma a tres mil de ellas,
en hamacas gozó sus miembros bellos
que no el fiero Escanderbek matase
con su alfanje espantoso tres mil de ellos!
¡Ojalá que los hombres no forniquen,
si esto es posible, mas si no hay remedio,
ojalá que los vicios se limiten
a éste sólo; perezcan los traidores
alevosos, sin ley, y usurpadores
y se verá si pierde o gana el mundo!
Mas el principio en que mi arte fundo
¿quién dirá que destruye lo que enseña?
Oíd. A la mujer más pedigüeña
enseño a no pagar el vil trabajo.
Si esta lección tomara todo majo,
obra de caridad sin duda fuera,
pues cada cual con tanto chasco viera
que no da utilidad el putaísmo,
si no el hambre, lacerias y el abismo.
Si hay algún medio de extinguir las putas
es sólo no pagarlas: mil oficios
y fábricas insignes se perdieron
luego que su labor sin premio vieron.
Pero si ven que con abrir las piernas
se abren las duras bolsas y hacen tiernas,
¿qué han de hacer sino alzar los guardapieses
para coger el oro que no caiga
al suelo, y vergonzosas o corteses
procurarse tapar con la camisa
la cara como algunos santos frailes?
Las hazañas del fiero Masinisa,
¿qué son más que delitos execrables?
César, Mario y Eneas endiosado,
¿qué fueron sino ilustres malhechores?
y esto les mereció versos y loores 285
que los dioses (si es dable) han envidiado.
¿A quién mayores daños ha causado
el Macedón terrible? ¿A la Roxana
cuando en el lecho oriental la acariciaba
y a la Reina Talistres que buscando
le vino para holgarse trece noches,
o a Darío, a quien del reino despojado
causó la muerte, y de otros mil millones,
y al corpulento Poro, que, arrogante,
cayó desde su altísimo elefante,
sin fuerzas y sin reino y sin blasones
y sin ver más la luz de las estrellas?
Respondan ellos y respondan ellas.
La inconsideración llama borrones
de su historia el querer a las mujeres,
y grandeza matar millares de hombres,
y el furioso Don Pedro de Castilla,
fue cruel por matar a Don Fadrique,
mas no por empreñar a la Padilla.
Pero si alguno hubiese que replique 305
que más valiera ser mi lengua muda,
que para darla azotes muy crueles
no es bien que muestre a Venus tan desnuda,
sepa no escribo yo contra las leyes.
Si esto se mira con intención buena,
en las Cortes de Soria nuestros reyes
con mantillas de grana distinguieron
a las putas, y así las permitieron.
Todas las cosas las perversas almas
corrompen siempre: quítense las fiestas
de toros, las devotas romerías
y los teatros; ¿qué hay en las comedias
sino disolución? Artes que avisan
con blandas y alevosas discreciones
el modo de engañar los corazones.
¡Oh! ¡cuántas honras destruyó la Puerta
del Sol!, ¡cuántos escándalos se lloran
en la profanación de la iglesias!
¿quién quitar puede todas estas cosas?
Ni es maravilla que mi verso advierta
los riesgos cual los marca el navegante
porque los huya quien está ignorante,
ni el vuelo extrañará de fantasía
licenciosa tal vez, el que no ignore
lo que es la burla, invención y poesía.
Y el que por mal camino mi arte tome
culpa es suya: panales y ponzoña
salen del jugo de unas mismas flores.
El cauto caminante y el que roba
ciñen el lado de la amiga espada
con intenciones bien diversas todas.
¿Qué hay más útil que el fuego? Mas si trata
alguno quemar templos y ciudades,
¿qué cosa hay que produzca más maldades?
¿Temes acaso que las tiernas almas
pervierta de los niños inocentes
con mi verso? ¡Ah piedades imprudentes!
¡Oh padre de familia vigilante!
¡Oh ayo, quizás sopista e ignorante!
¿No alejas de su mano delicada
las tijeras y puntas de cuchillos,
pistolas y los filos de Toledo,
no por malas en sí, sino por miedo
de que les dañe lo que luego sirve?
Pues estas artes enseñar te vedo,
del mismo modo al pequeñuelo infante
hasta que en la virtud esté ya firme.
Sábele educar bien y no reduzcas
a ciertas vanas fórmulas externas
el nombre de virtud adulterado.
Al joven, cual se debe, ya educado
nada le ofenderá, ni ignorar puede
el uso a cada miembro destinado.
Si a las artes se inclina, la pintura
le mostrará los feminales miembros
haciendo fuerza Andrómeda desnuda.
El arte del divino Policteto
le enseñará a copiar en la Academia,
sin velo ni pudor, la hermosa Venus;
y así formó el cincel hecho una uva
al Baco de Aranjuez sobre la cuba.
Os parecerá horrible ver pintado
por mis versos un fraile y una monja
que se están a placer regodeando;
pues ¿cuánto más terrible es ver pintada
la horrorosa y cruel carnicería
que en inocentes víctimas se hacía
por Herodes; las castas compañeras
con Ursula morir; o derribada
del Salvador la estatua, sacrilegios
atroces del feroz Iconoclasta?
Y a estas pinturas das honor y precio.
Si no es el joven ignorante o necio
¿cómo le enseñarás filosofía,
y la experimental anatomía,
y aun la religión misma, sin que sepa
cuanto puede saber sin ver mis artes?
Las noticias que ¡oh Historia! nos repartes,
¿son todas para ejemplo? Aquel que lea
cuántos hombres mataba en la pelea
Aquiles, el del yelmo empenachado,
¿por ventura a lo mismo está obligado?
Y el que estudia la infiel Mitología,
¿no aprende la falsa religión impía?
¿Quién cerrará los inocentes ojos
del niño cuando mire por las calles
los perros que se ligan? Verá siempre
mullir un mismo tálamo a sus padres
y siempre obrará en él naturaleza.
Mas ¿qué?, ¿llegó a tanto la vileza
que propagar la especie fue afrentoso
comercio? Y es preciso y es gustoso.
¡Cuánto mejor que el pernicioso naipe
no se haga oculto y no dará vergüenza!
No hay bien alguno que en el mundo venza
el bien de gozar uno su querida;
por eso cosa no hay más perseguida
de la envidia de esotros: y el recelo
de ser de los demás interrumpido
fue el origen de hacerlo en lo escondido,
que no porque ello fuese vergonzoso.
Así el niño se oculta receloso
de la importunación de esotros niños
a comer solo el dulce que le diste,
sin ser el comer dulce, en sí, acción mala;
y, creedme, que es sólo el escondite
quien causa la malicia; y así vemos
cuánto al ver una teta, nos movemos,
de una honesta doncella que la tapa;
mas las amas de leche nada incitan
pues la costumbre y aprensión lo salvan;
y esto sucede en las desnudas indias.
No piense alguno que mi verso enseña
los vicios; soy espejo, no oficina;
mi canto avisa, pero no aconseja
como el teatro; así los sibaritas
la borrachera hicieron detestable
embriagando primero a los esclavos,
viendo sus hijos vicio tan infame.
Tu lujuria estos versos ha inspirado;
otros serios canté, no me escuchaste;
pues oye, que pensando deleitarte
doctrina beberás disimulada,
o viciosa, pues pura no te agrada;
y así la rectitud de los jueces
severos no interrumpa mis acentos,
ni me condene hasta cantar seis veces,
y el mundo me dará agradecimiento,
porque tantos que el tiempo mal emplean
putean sin saber lo que putean,
por falta de maestro y de un buen libro
que enseñe el arte que, por piedad sólo,
para común utilidad escribo
por evitar absurdos mayormente.
Cuando hoy abundan tantos metodistas
de estudiar de curar los sabañones
y otras mil cosas, ¿ha de estar sin reglas,
sólo fiada en apurar las tradiciones,
tan gran ciencia como es la putería?
No consintiera tal la Musa mía.
Bien haya el inventor tan excelente
de un arte en todas formas eminente,
tan útil y gustoso. ¿Quién sería?
¡Qué elogios al saberlo yo le haría!
Mas, ¿cómo no percibe mi rudeza
que el autor sólo fue naturaleza?
En la ley natural no fue delito
ser los hombres más justos putañeros,
ni tuvo entonces tasa el apetito.
Del padre Abraham las venerables canas
con la mulata Agar reverdecieron,
y Jacob satisfizo a ambas hermanas,
y el justo Loth, después de bien bebido,
de Segor en los senos más secretos
hizo a sus hijas madres de sus nietos.
Del santo rey David violó el serrallo
el miembro de Absalón. Tampoco callo
del Salomón científico, la ciencia
en elegir muchachas empleada.
De la profana historia no se añada
ejemplar, que sobre esto nada prueba.
Apenas héroe en letras y armas grande
se halla a las meretrices no inclinado,
ni es maravilla. ¿Dónde se ha inventado
conveniencia mayor que el putaísmo?
Cada cual lo contemple por sí mismo.
Enciéndese la sangre recaliente
en un joven robusto y muy ardiente,
en un viejo, en un clérigo o en un fraile,
y exprimiendo la pringue a los riñones,
baja por sutilísimas canales
a esponjar los pendientes compañones,
los músculos flexibles extendiendo,
y el instrumento humano entumeciendo,
hasta el ombligo se levanta hinchado,
del semen abundante retestado,
que, reventando por salir, comprueba
ser venenoso estando detenido,
según el docto Hipócrates decía.
Un hombre en tal afán constituido,
más que otra cosa a la piedad conmueve;
predicarle templanza no se debe,
por ser inútil. ¿Dónde, pues iría?
Aun cuando fuese justo que invadiese
las mujeres honradas, ¿hallaría
quien su gula carnal satisfaciese?
¿Y habrá caritativa providencia
mejor que el encontrar una muchacha
que a su gusto le dé pronta licencia,
sin costarle millares de pisadas,
postes, suspiros, lágrimas, ternezas,
escrúpulos, regalos y paseos,
estar al tocador todos los días
y la noche pasarla en galanteos,
y rematar por fin de estas porfías
con que su honor les pone impedimento,
o en que no hay ocasión, después que el otro
su gusto ya logró mil veces ciento,
y todo a costa nada más que un poco
de dinero, vil precio a tanto gusto?
No sé por cierto cómo hay quien no deje
de galantear al modo quijotesco,
ni cómo hay españoles que cortejen
contra el carácter impaciente suyo,
haciendo noviciado el cabronaje.
Que no es muy malo el putear arguyo,
por más que griten mil Matusalenes
con arrugada frente y blancas sienes,
porque ellos ya no puedan; sus razones
no dan más fuerza, imposible es darla;
dignas de risa son sus opiniones;
ya el tiempo se acabó en que se creía
a un viejo cualquier cosa que decía
sin más examen; ya se ha desterrado
de las aulas la hipótesis; se niega
lo que se ve, si no está demostrado.
Juzga el mundo en común que el ansia ciega
de murmurar, de amontonar tesoros,
de ser un corazón inexorable,
no es maldad, o que es más abominable
el fornicar el hombre una mozuela.
¡Oh, autores viles de perversa escuela,
que fundáis la virtud en abstenerse
de una cosa precisa y no dañosa!
Mas, ¿cómo el daño dejará de verse
del infame político arbitrista
y de otros dignos de injuriosa lista?
No son los majos, no, tan perniciosos,
ni tienen que afrentarse de su vicio:
el derramar la orina, el mismo oficio
viene a ser casi y con la propia cosa,
y a nadie afrenta acción que es tan forzosa;
y esotro, ser en público debiera,
si el mundo, como yo, inocente fuera,
y la modestia, al fin, no lo extrañara.
El Diógenes, filósofo de rara
penetración, así pensó prudente.
Mil veces la linterna reluciente
arrimó a un lado conque de día un hombre
buscaba y no le halló entre tanta gente;
y a la primer muchacha que encontraba,
con franca y muy marcial filosofía
en medio de una plaza la tendía,
y soltando los anchos zaraguillos
se alzó las respetables sopalandas
y sin gastar respuestas ni demandas,
con experimental filosofía,
si activa o si pasiva concurría
a la generación la hembra, quiso
indagar; mas turbóse de improviso,
viniéndole temblores y esperezos;
y al darla ansioso desdentados besos,
las blancas barbas de babazas llenas
ni aun la dejaban respirar apenas,
y el bellaco filósofo apretaba.
Toda Atenas atenta le miraba,
y el vil pueblo ignorante y religioso
y el Areópago se escandalizaba
y el sabio, así amolando como estaba,
sin sacarlo, alzó el rostro y dijo: ¡oh necios!
no os admiréis con risas y desprecios,
que cosa natural es la que hago
y es lícito lo que es naturaleza.
Del hombre solamente la simpleza
dijo que esto era malo, y otro día
dirá, si se le antoja, que es pecado
el dormir y el beber; y a fe que habría
quien escrúpulo hará de haber cenado.
No estoy yo a los preceptos obligado
de otro hombre; esto no puede remediarse,
como el que al vino da en aficionarse;
y así ¡oh, belitres! no os admiréis de eso,
pues sólo es malo siendo con exceso:
¡que ha de ser la mujer, como la espada,
sólo por precisión ejercitada!
Si esto es pecar tan dulce y tan preciso,
vaya el legislador que así lo quiso,
y al hombre enmienda la naturaleza
o modere a la ley tanta aspereza,
que no hemos de ser menos que los brutos.
Así el del Basto en Nápoles metía
en cama de cristales trasparentes
sus pajes con muchachas diferentes,
y él, viéndoles obrar, se entretenía.
No por ejemplos tales los Catones
me miren mesurados y ceñudos.
Las doncellas más castas y severas
por esas calles van, medio desnudos
los cuerpos, sin pudor, de las rameras,
y no lo imitan; antes detestando
blasfeman de su vil libertinaje.
Tú, pues, ¡oh malo! a quien a tal paraje
condujo ya mi verso, si movido
en ti se halla el espíritu encendido,
si estás bien enterado, que mandarle
a un joven bueno y sano continencia
es lo mismo que darle la sentencia
de que no coma o de que no descoma,
dos cosas necesarias igualmente;
si ya esperezos tu cintura siente,
volviendo en torno los lascivos ojos
bufando al respirar como un caballo,
si el tuyo ya no puedes sujetallo
y empinándose pierde la obediencia,
que no hay remedio, y de tu edad florida
deja que goce, vaya ese nublado
donde haya menos mal. Ya que es preciso,
descargue en monte inculto o alta sierra;
y pues los dogmas que mi canto encierra
señalan el paraje donde ir debe
la tempestad que viene amenazando,
desatácate y vamos empezando.

Dorisa en traje magnífico

¡Qué lazos de oro desordena el viento,
entre garzotas altas y volantes!
¡Qué riqueza oriental y qué cambiantes
de luz que envidia el sacro firmamento!

¡Qué pecho hermoso do el Amor su asiento
puso, y de allí fulmina a los amantes,
absortos al mirar sus elegantes
formas, su delicioso movimiento!

¡Qué vestidura arrastra, de preciado
múrice tinta y recamada en torno
de perlas que produjo el centro frío!

¡Qué extremo de beldad, al mundo dado
para que fuese de él gloria y adorno!
¡Qué heroico y noble pensamiento el mío!

El león y el ratón

Estaba un ratoncillo aprisionado
en las garras de un león; el desdichado
en la tal ratonera no fue preso
por ladrón de tocino ni de queso,
sino porque con otros molestaba
al león, que en su retiro descansaba.

Pide perdón, llorando su insolencia;
al oír implorar la real clemencia,
responde el Rey en majestuoso tono
(no dijera más Tito): «Te perdono.»
Poco después, cazando, el león tropieza
en una red oculta en la maleza;
quiere salir, mas queda prisionero;
atronando la selva ruge fiero.

El libre ratoncillo, que lo siente,
corriendo llega; roe diligente
los nudos de la red de tal manera
que al fin rompió los grillos de la fiera.
Conviene al poderoso
para los infelices ser piadoso;
tal vez se puede ver necesitado
del auxilio de aquel más desdichado:

Oda a los ojos de Dorisa

Ojos hermosos
de mi Dorisa:
yo os vi al reflejo
de luces tibias…
¡Noche felice,
no te me olvidas!
Turbado y mudo
quedé a su vista,
susto de muerte
me atemoriza,
y sólo huyendo
pude evadirla.

Ojos hermosos:
yo así vivía,
cuando amor fiero
gimió de envidia.
Quiso que al yugo
la cerviz rinda,
y os me presenta
con pompa altiva,
una mañana,
cuando ilumina
Febo los prados
que abril matiza.
Vi que con nuevas
flores se pinta
el suelo fértil,
la cumbre fría;
los arroyuelos
libres salpican,
sonando roncos,
la verde orilla.
Gratos aromas
el viento espira,
cantan amores
las avecillas.

Ojos hermosos:
yo me aturdía,
cuando me ciega
luz improvisa,
con más incendios
y más rüinas
que si centellas
Júpiter vibra.
Nunca posible
será que diga
que pena entonces
me martiriza.
¡Qué feliz era,
qué bien hacía
mientras huyendo
sus fuegos iba!

Ojos hermosos:
si conocida
a vos os fuese
vuestra luz misma,
o en el espejo
la reflexiva
tanto mostrara,
conoceríais
qué estrago al orbe
se le destina,
bien con enojos
bien con delicias.
¡Ay cómo atraen,
cómo desvían,
cómo sujetan,
cómo acarician!

Piedad, hermosas
lumbres divinas,
de quien amante
os solemniza.
Y si a mi verso
la suerte amiga
da, que en el mundo
durable exista,
aplauso eterno
haré que os siga,
y en otros siglos
daréis envidia.

Un alto y generoso pensamiento

Un alto y generoso pensamiento,
inspiración del cielo soberano,
me puso la áurea cítara en la mano
para cantar el dulce mal que siento.

Y fue tan grato mi sonoro acento,
que la ancha vega, el apacible llano
y el cavernoso monte carpetano
mostraron compasión de mi tormento.

Turbose el río de cerúleo manto,
oculto entre los álamos sombríos,
al ver su cisne lamentarse tanto.

Moviéronse los brutos más impíos
y los ásperos troncos a mi llanto;
y no la que causó los males míos.

Canción a Pedro Romero, torero insigne

Cítara áurea de Apolo, a quien los Dioses
hicieron compañera
de los regios banquetes, y ¡oh sagrada
musa! que el bosque de Helicón venera,
no es tiempo que reposes;
alza el divino canto y la acordada
voz hasta el cielo osada,
con eco que supere resonante
al estruendo confuso y vocería,
popular alegría,
y aplauso cortesano triünfante,
que se escucha distante
en el sangriento coso matritense,
en cuya arena intrépido se planta
el vencedor circense,
lleno de glorias que la fama canta.

Otras quiere adquirir, y así de espanto
y de placer se llena
la Villa que domina entrambos mundos.
Corre el vulgo anhelante, rumor suena,
y se corona en tanto
de bizarros galanes sin segundos
y atletas furibundos
el ancho anfiteatro. Allí se asoma
todo el reino de Amor, y la hermosura
que a Venus desfigura,
y no hay humano pecho que no doma
(baldón de Grecia y Roma),
y en opulencia y aparato hesperio
muestra Madrid cuanto tesoro encierra
corte de tanto imperio,
del mayor soberano de la tierra.

Pasea la gran plaza el animoso
mancebo, que la vista
lleva de todos, su altivez mostrando,
ni hay corazón que esquivo le resista.
Sereno el rostro hermoso,
desprecia el riesgo que le está esperando;
le va apenas ornando
el bozo el labio superior, y el brío
muestra y valor en años juveniles
del iracundo Aquiles.
Va ufano al espantoso desafío,
¡con cuánto señorío!
¡qué ademán varonil! ¡qué gentileza!
Pides la venia, hispano atleta, y sales
en medio con braveza,
que llaman ya las trompas y timbales.

No se miró Jasón tan fieramente
en Colcos embestido
por los toros de Marte, ardiendo en llama,
como precipitado y encendido
sale el bruto valiente
que en las márgenes corvas de Jarama
rumió la seca grama.
Tú le esperas, a un numen semejante,
sólo con débil, aparente escudo,
que dar más temor pudo;
el pie siniestro y mano está delante;
ofrécesle arrogante
tu corazón que hiera, el diestro brazo
tirado atrás con alta gallardía;
deslumbra hasta el recazo
la espada, que Mavorte envidiaría.

Horror pálido cubre los semblantes,
en trasudor bañados,
del atónito vulgo silencioso;
das a las tiernas damas mil cuidados
y envidia a sus amantes;
todo el concurso atiende pavoroso
el fin de este dudoso
trance. La fiera que llamó el silbido
a ti corre veloz, ardiendo en ira,
y amenazando mira
el rojo velo al viento suspendido.
Da tremendo bramido,
como el toro de Fálaris ardiente,
hácese atrás, resopla, cabecea,
eriza la ancha frente,
la tierra escarba y larga cola ondea.

Tu anciano padre, el gladiator ibero
que a Grecia España opone,
con el silvestre olivo coronado,
por quien la áspera Ronda ya se pone
sobre Elis, y el ligero
Asopo el raudo curso ha refrenado,
cediendo al despeñado
Guadalevín; tu padre, que el famoso
nombre y valor en ti ve renovarse,
no puede serenarse,
hasta que mira al golpe poderoso
el bruto impetüoso
muerto a tus pies, sin movimiento y frío,
con temeraria y asombrosa hazaña,
que por nativo brío
solamente no es bárbara en España.

¿Quién dirá el grito y el aplauso inmenso
que tu acción vocifera,
si el precio de tus méritos pregona
la envidia, con adorno a la extranjera,
que dice: «En el extenso
mundo, ¿cuál rey que ciña la corona
entre hijos de Belona
podrá mandar a sus vasallos fieros
(como el dueño feliz de las Españas)
hacer tales hazañas?
¿Cuál vencerán a indómitos guerreros
en lances verdaderos,
si éstos sus juegos son y su alegría?»
¡Oh, no conozca España qué varones
tan invencibles cría!
¡Rogádselo a los cielos, oh naciones!

Y tú, por quien Vandalia nombre toma
cual la aquiva Corinto
(ni tal vio el circo máximo de Roma),
si algo ofrece a mi verso el Dios de Cinto,
tu gloria llevaré del occidente
a la aurora, pulsando el plectro de oro;
la patria eternamente
te dará aplauso, y de Aganipe el coro.

A la Sierra del Guadarrama

LXXV

Mas si estas partes de naturaleza
Al humano indagar no se consiente,
Del Escorial, y el Pardo la aspereza
Me agrade, y Aranjuez el floreciente,
El Parque, el Valsain, y Eresma frío,

Caudaloso tal vez con llanto mió.

LV

Son los Potros del Betis generosos,
Debajo de sus píes los campos truenan:
Con agudos relinchos sonoros
Los establos de Cordova resuenan:
Igual es de Aranjuez la casta mesma,
Los tuyos beben del nevado Eresma.

LXIII

Trepan estimuladas de la ardiente
Indómita luxuria al encumbrado
Peñalara, y al soplo de Poniente,
Sin otro algún consorte han engendrado
Potro veloz , que al viento ha de igualarse:
Cosa por cierto estraña de contarse!

Bosques de Valsaín.

XLIV

Caerán calladas aguas en vellones
De blanca nieve, la áspera Fuenfria
Tendrá en sus ventisqueros cien montones:
Ningún precepto mande que aquel dia
Suba por el camino alto , y cubierto
Hasta los pinos del dañoso Puerto.

XLVI

Hay en la España Citerior un Monte,
Canato los antiguos le llamaron,
Y hoy Peñalara: si el feroz Tiphonte
Quando el Pelion, y el Osa colocaron
Sobre Olimpo , este risco Carpentano
Pone, tocara el Cielo con la mano.

XLVIII

Reviertese , formando gran laguna
De agua dulce, y de allí como en tramoya
A probar de otros rios la fortuna

Baxa precipitándose el Lozoya,
Y botalete es yá petrificada
La nieve de mil siglos congelada.

Siete Picos.

LXX

En la ribera del Meandro cana
Está el Ciervo veloz amedrentado
Del latir de los Perros de Diana:
El Lobo en Siete-picos se ha alvergado,
Y á vista á veces del Pastor atento
Lleva la res, ganado el sotavento.

Oda a los días del coronel don José Cadalso

Hoy celebro los días
de mi dulce poeta,
del trágico dalmiro,
blasón de nuestra escena.
Venga la hermosa filis
y mi dorisa, venga
dorisa, la que canta
con la voz de sirena.
Brindaremos alegres
hasta perder la cuenta,
en las tazas penadas,
del oloroso néctar.
O si más nos agrada
la antigua usanza nuestra,
muchachos diligentes,
sacad la pipa añeja.
Y en aquel mar de vino,
como naves de guerra
naden con altas asas
las anchas tembladeras.
Bien hayan nuestros padres,
que en sus bárbaras mesas
bebieron con toneles,
brindaron en gamellas.
Así hacerlo debemos,
dalmiro, y vayan fuera
los cuidados molestos
que la vida atropellan.
Y si viene la muerte,
en semblante severa,
no podrá ya quitarnos
la celebrada fiesta.
Pues si para evitarla
no sirve la tristeza,
y es su venida al hombre
tan pronta, como cierta,
brindemos muchas veces
el tiempo que nos queda,
dancemos y cantemos,
y déjala que venga.

Fiesta de toros en Madrid

Madrid, castillo famoso
que al rey moro alivia el miedo,
arde en fiestas en su coso,
por ser el natal dichoso
de Alimenón de Toledo.

Su bravo alcaide Aliatar,
de la hermosa Zaida amante,
las ordena celebrar,
por si la puede ablandar
el corazón de diamante.

Pasó, vencida a sus ruegos,
desde Aravaca a Madrid.
Hubo pandorgas y fuegos
con otros nocturnos juegos
que dispuso el adalid.

Y en adargas y colores,
en las cifras y libreas,
mostraron los amadores,
y en pendones y preseas,
la dicha de sus amores.

Vinieron las moras bellas
de toda la cercanía,
y de lejos muchas de ellas,
las más apuestas doncellas
que España entonces tenía.

Aja de Getafe vino
y Zahara la de Alcorcón,
en cuyo obsequio muy fino
corrió de un vuelo el camino
el moraicel de Alcabón.

Jarifa de Almonacid,
que de la Alcarria en que habita
llevó a asombrar a Madrid,
su amante Audalla, adalid
del castillo de Zorita.

De Adamuz y la famosa
Meco, llegaron allí
dos, cada cual más hermosa,
y Fátima, la preciosa
hija de Alí el Alcadí.

El ancho circo se llena
de multitud clamorosa
que atiende a ver en su arena
la sangrienta lid dudosa,
y todo en torno resuena.

La bella Zaida ocupó
sus dorados miradores
que el arte afiligranó,
y con espejos y flores
y damascos adornó.

Añafiles y atabales,
con militar armonía,
hicieron salva y señales
de mostrar su valentía
los moros más principales.

No en las vegas de Jarama
pacieron la verde grama
nunca animales tan fieros,
junto al puente que se llama,
por sus peces, de Viveros,

como los que el vulgo vio
ser lidiados aquel día,
y en la fiesta que gozó,
la popular alegría
muchas heridas costó.

Salió un toro del toril
y a Tarfe tiró por tierra,
y luego a Benalguacil,
después con Hamete cierra,
el temerón de Conil.

Traía un ancho listón
con uno y otro matiz
hecho un lazo por airón,
sobre la inhiesta cerviz
clavado con un arpón.

Todo galán pretendía
ofrecerle vencedor
a la dama que servía;
por eso perdió Almanzor
el potro que más quería.

El alcaide, muy zambrero,
de Guadalajara, huyó
mal herido al golpe fiero,
y desde un caballo overo
el moro de Horche cayó.

Todos miran a Aliatar,
que aunque tres toros ha muerto,
no se quiere aventurar,
porque en lance tan incierto
el caudillo no ha de entrar.

Mas viendo se culparía,
va a ponérsele delante;
la fiera le acometía,
y sin que el rejón la plante
le mató una yegua pía.

Otra monta acelerado;
le embiste el toro de un vuelo,
cogiéndole entablerado;
rodó el bonete encarnado
con las plumas por el suelo.

Dio vuelta hiriendo y matando
a los que a pie que encontrara,
el circo desocupando,
y emplazándose, se para,
con la vista amenazando.

Nadie se atreve a salir;
la plebe grita indignada;
las damas se quieren ir,
porque la fiesta empezada
no puede ya proseguir.

Ninguno al riesgo se entrega
y está en medio el toro fijo,
cuando un portero que llega
de la Puerta de la Vega
hincó la rodilla y dijo:

«Sobre un caballo alazano,
cubierto de galas y oro,
demanda licencia urbano
para alancear a un toro
un caballero cristiano».

Mucho le pesa a Aliatar;
pero Zaida dio respuesta
diciendo que puede entrar,
porque en tan solemne fiesta
nada se debe negar.

Suspenso el concurso entero
entre dudas se embaraza,
cuando en un potro ligero
vieron entrar por la plaza
un bizarro caballero.

Sonrosado, albo color,
belfo labio, juveniles
alientos, inquieto ardor,
en el florido verdor
de sus lozanos abriles.

Cuelga la rubia guedeja
por donde el almete sube,
cual mirarse tal vez deja
del sol la ardiente madeja
entre cenicienta nube.

Gorguera de anchos follajes,
de una cristiana primores,
por los visos y celajes
en el yelmo los plumajes,
vergel de diversas flores.

En la cuja gruesa lanza
con recamado pendón,
y una cifra a ver se alcanza
que es de desesperación,
o a lo sumo de venganza.

En el arzón de la silla
ancho escudo reverbera
con blasones de Castilla,
el mote dice a la orilla:
Nunca mi espada venciera.

Era el caballo galán,
el bruto más generoso,
de más gallardo ademán:
cabos negros, y brioso,
muy tostado, y alazán;

larga cola recogida
en las piernas descarnadas,
cabeza pequeña, erguida,
las narices dilatadas,
vista feroz y encendida.

Nunca en el ancho rodeo
que da Betis con tal fruto
pudo fingir el deseo
más bella estampa de bruto
ni más hermoso paseo.

Dio la vuelta al rededor;
los ojos que le veían
lleva prendados de amor.
«Alá te salve», decían,
«déte el Profeta favor».

Causaba lástima y grima
su tierna edad floreciente;
todos quieren que se exima
del riesgo, y él solamente
ni recela, ni se estima.

Las doncellas, al pasar,
hacen de ámbar y alcanfor
pebeteros exhalar,
vertiendo pomos de olor,
de jazmines y azahar.

Mas cuando en medio se para,
y de más cerca le mira
la cristiana esclava Aldara,
con su señora se encara
y así la dice, y suspira:

«Señora, sueños no son;
así los cielos, vencidos
de mi ruego y aflicción,
acerquen a mis oídos
las campanas de León,

»como ese doncel que ufano
tanto asombro viene a dar
a todo el pueblo africano,
es Rodrigo de Vivar,
el soberbio castellano».

Sin descubrirle quién es,
la Zaida desde una almena,
le habló una noche cortés,
por donde se abrió después
el cubo de la Almudena.

Y supo que, fugitivo
de la corte de Fernando,
el cristiano, apenas vivo,
está a Jimena adorando
y en su memoria cautivo.

Tal vez a Madrid se acerca
con frecuentes correrías
y todo en torno la cerca;
observa sus saetías
arroyadas, y ancha alberca.

Por eso le ha conocido,
que en medio de aclamaciones,
el caballo ha detenido
delante de sus balcones,
y la saluda rendido.

La mora se puso en pie
y sus doncellas detrás;
el alcaide que lo ve,
enfurecido además
muestra cuán celoso esté.

Suena un rumor placentero
entre el vulgo de Madrid:
«No habrá mejor caballero»,
dicen, «en el mundo entero»,
y algunos le llaman Cid.

Crece la algazara, y él
torciendo las riendas de oro,
marcha al combate crüel;
alza el galope, y al toro
busca en sonoro tropel.

El bruto se le ha encarado
desde que le vio llegar,
de tanta gala asombrado,
y al rededor le ha observado
sin moverse de un lugar.

Cual flecha se disparó
despedida de la cuerda,
de tal suerte le embistió;
detrás de la oreja izquierda
la aguda lanza le hirió.

Brama la fiera burlada;
segunda vez acomete,
de espuma y sudor bañada,.
Y segunda vez la mete
sutil la punta acerada.

Pero ya Rodrigo espera
con heroico atrevimiento,
el pueblo mudo y atento;
se engalla el toro y altera,
y finge acometimiento.

La arena escarba ofendido,
sobre la espalda la arroja
con el hueso retorcido;
el suelo huele y le moja
en ardiente resoplido.

La cola inquieto menea,
la diestra oreja mosquea,
vase retirando atrás,
para que la fuerza sea
mayor, y el ímpetu más.

Él que en esta ocasión viera
de Zaida el rostro alterado,
claramente conociera
cuánto la cuesta cuidado
el que tanto riesgo espera.

Mas, ¡ay que le embiste horrendo
el animal espantoso!
Jamás peñasco tremendo
del Cáucaso cavernoso
se desgaja, estrago haciendo,

ni llama así fulminante
cruza en negra obscuridad
con relámpagos delante
al estrépito tronante
de sonora tempestad,

como el bruto se abalanza
en terrible ligereza;
mas rota con gran pujanza
la alta nuca, la fiereza
y el último aliento lanza.

La confusa vocería
que en tal instante se oyó
fue tanta que parecía
que honda mina reventó,
o el monte y valle se hundía.

A caballo como estaba,
Rodrigo el lazo alcanzó
con qué el toro se adornaba;
en su lanza le clavó
y a los balcones llegaba.

Y alzándose en los estribos,
le alarga a Zaida, diciendo:
«Sultana, aunque bien entiendo
ser favores excesivos,
mi corto don admitiendo,

si no os dignáredes ser
con él benigna, advertid
que a mí me basta saber
que no le debo ofrecer
a otra persona en Madrid».

Ella, el rostro placentero,
dijo, y turbada: «Señor,
yo le admito y le venero,
por conservar el favor
de tan gentil caballero».

Y besando el rico don,
para agradar al doncel,
le prende con afición
al lado del corazón,
por brinquiño y por joyel.

Pero Aliatar el caudillo
de envidia ardiendo se ve,
y trémulo y amarillo,
sobre un tremacén rosillo
lozaneándose fue.

Y en ronca voz, «Castellano»,
le dice, «con más decoros
suelo yo dar de mi mano
si no penachos de toros,
las cabezas del cristiano.

»Y si vinieras de guerra
cual vienes de fiesta y gala,
vieras que en toda la tierra,
al valor que dentro encierra
Madrid, ninguno se iguala».

«Así», dijo el de Vivar,
«respondo», y la lanza al ristre
pone y espera a Aliatar;
mas sin que nadie administre
orden, tocaron a armar.

Ya fiero bando con gritos
su muerte o prisión pedía,
cuando se oyó en los distritos
del monte de Leganitos
del Cid la trompetería.

Entre la Monclova y Soto
tercio escogido emboscó,
que viendo cómo tardó,
se acerca, oyó el alboroto,
y al muro se abalanzó.

Y si no vieran salir
por la puerta a su señor
y Zaida a le despedir,
iban la fuerza a embestir,
tal era ya su furor.

El alcaide, recelando
que en Madrid tenga partido,
se templó disimulando,
y por el parque florido
salió con él razonando.

Y es fama que a la bajada
juró por la cruz el Cid
de su vencedora espada,
de no quitar la celada
hasta que gane a Madrid.

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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A esa, a la que yo quiero,no es…
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