RAÍCES [Mi poema]
Diego Jesús Jiménez [Poeta sugerido]

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MI POEMA… de medio pelo

 

Raíces tiene el árbol, que es sustento,
y, dicen, yo también tengo raíces,
quizás se hayan fundido con el viento,
-así que haya buscado nunca encuentro-,
o se hayan convertido en meretrices.

Meretriz, lo lamento, es lo que he sido,
vendido a algún postor y sin cimiento,
un pobre desvalido, un esperpento,
el eco resoplando de un silbido
pidiendo siempre a dios su asentimiento.

Que asentir es mejor que disentir
-yo he tenido que ser muy complaciente-
con frecuencia tenerme que mentir
y a opiniones deberme de rendir
dejándome llevar por la corriente.

Corriente. Es lo que soy. Es lo que he sido.
El mismo que nació de una simiente.
Ocurre cuando es uno presumido
pues cree que él vivir se ha merecido
y viene a echar raíces al siguiente.

Y siente que no es cepa ni es vivero
ni es árbol que enriquece y alimenta,
ni es motivo, razón, que su trasero
es aquello que cuida con esmero
lo único al final que trae a cuenta.
©donaciano bueno

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MI POETA SUGERIDO:   Diego Jesús Jiménez

La música serena

La música serena,
más callada, se enciende con la tarde;
sobre la verde vena
del agua, brilla y arde
junto al silencio de armonía plena.

Con ritmo lento huye
por transparentes luces alumbrada.
Oh, claridad que fluye
y en sombras agostada
contempla su pureza y se destruye.

Oficio de verano

A Francisco Fernández

Al borde del estanque se apresura
por derramar un pájaro su idioma;
roza a las flores, sufre con su aroma
la levedad de ser substancia pura.

Inclínase la flor en la amargura
de ser sólo el reflejo al que se asoma;
agua, por fin, que del estanque toma
sólo la soledad de su agua obscura.

En negras transparencias y humedades
por sonidos y sombras dibujadas
brilla fa luz de un pájaro en su vuelo;

luz que en la tarde rompe las verdades
de la flor en el agua reflejadas
al deshacer su imagen y su cielo.
De «Itinerario para naúfragos» 1997

Poética

A Luis García Jambrina

I. Las gotas de rocío…

Las gotas de rocío
caían por los pétalos de la flor del acanto; con ellas resbalaba
la imagen de los cielos. Penetrar el palacio
cerrado de las cosas; contemplarnos a solas
en sus rotos espejos; seguir con la mirada el curso de los astros
en el fondo, infinito, de las aguas de un río.
Vivir el movimiento que habita las palabras,
conocer la apariencia, amar la soledad
de los frutos caídos y que, ahora,
con la luz de la tarde
desvelan el pasado en las ruinas del tiempo.

Las mañanas nevadas congelan con su música el viento del invierno.
Las gotas de rocío
la hierba del jardín. Oyes a tu memoria
las cosas, entregarte palabras encendidas
que la muerte construye. Nunca edificarás
un poema con ellas.
Sólo esperas, vencido,
a que la noche incendie los helados colores de la tarde
con sus llamas de sombra.

II. La niebla que contemplas en los ojos del corzo…

La niebla que contemplas en los ojos del corzo
que acaba de morir; la sangre de la ortiga
que habita los aromas que descienden del monte; la imagen de la alondra,
su trino, blanco y seco, reflejado en la nieve que enciende tu recuerdo;
la fragancia del prado dibujada sin límite.
Has de mezclarlo todo, de tal forma
que cuando el gallo de la amanecida cante
macere con su grito incendiado de luces
tal locura de amor.

Hallarás junto al valle de tu cansado reino
los más frondosos bosques: descabalga y penetra su castillo de sombras.
Junto al foso en que crece el clamor del enebro
se empaña la mirada que presienten tus ojos
y jamás han de ver.
Debes cortar los pétalos, no de la flor
sino de su reflejo, al rubor de la orquídea que habita los arroyos
y obtener la fragancia de la flor de la escarcha
que sueña en el silencio recóndito del bosque.
Has llegado al lugar
donde crecen las flores, mas la flor invisible que en la brisa germina
huirá con tu presencia.
Debes, con todo, construir un altar y encender su perfume; pues su luz es la única
que hará hervir las imágenes que componen el séquito
del filtro que te ofrezco.
Da a respirar sus brumas. Más no sufras si adviertes
que has perdido tu vida; que has cortado
del recinto de sombras que te habitan -sin obtener amor-
sus flores más hermosas. Piensa
que los sueños no ofrecen
mayor utilidad a su belleza efímera.

III. Y le llamas poema…

Y le llamas poema
al placer de la mente de obtener de las cosas
un lenguaje preciso que destruya,
con el fermento de sus signos, las leyes
que edifica la muerte.
Mas al dar forma a tu espíritu, le ofreces
una mayor zozobra a tu existencia.
Y le llamas poema
a cuanto, sin pasión, representa el deseo
sobre los límites de la incertidumbre.

IV. Entornar la mirada…

Entornar la mirada
hasta ver lo impensable, es crear.
De «Itinerario para naúfragos» 1997

Ángel de la oscuridad

Libertad aparente la palabra en el aire;
la espesura del verso,
penumbra iluminada por vocablos oscuros.
Solitarios, los pájaros, recorren
como una sombra más las sombras en el bosque.

La claridad
siempre es distancia; apenas un intento
de llegar a la luz. Ángel perverso
y bello, donde la noche anuncia
su lenguaje habitable.

Nunca hallarás, al otro lado de estas sombras,
vida alguna; luz que te aleje, pájaro de las tinieblas, con sus nombres ambiguos
de las ruinas del tiempo.
De «Itinerario para naúfragos» 1997

Arcángel de ceniza

Homenaje a Federico García Lorca

I.Los lagartos dibujan en el tiempo
su muerte mineral. Hay mastines que sueñan con rocío en los ojos
y que entornan las noches ante el infortunio. No sé por qué
tras las últimas casas de los barrios extremos
imagina uno el mar. La luz es un estanque
que habita la memoria, un estanque con algas y secas humedades
donde los días yacen en sus salas de espera.
Los cementerios de automóviles
atraviesan urgentes madrugadas
de hospitales y de óxidos. Deja la claridad, entre las flores,
un mundo submarino abierto. Sueñan los dormitorios
enfermedades plateadas, y hay un temblor difuso en las paredes
y muñecas sin ojos arrastrando
su universo olvidado. Hay vacíos océanos
y animales pacientes que ahogan el insomnio.
La tortuga invernal, entre la lluvia,
avanza más aprisa que los trenes
que atraviesan los cielos. Nadie
recuerda nada aquí. Todo está aislado en su inseguridad; la luz es un naufragio
de hogueras apagadas. De humo estrellado
son las sombras, y hay navajas que brillan de incertidumbre
como un escalofrío. Hay testigos de espuma en los alrededores
y recodos de horas que no terminan nunca. Hierve la Historia
en una sola página. La ciudad,
a lo lejos, tiene un maduro resplandor
de palacio de invierno.

II. Oigo desde aquí los aljibes, los desagües
desde donde las ratas y los pobres comparten sus negocios
de cartón y de humo; ya los ejecutivos,
con la seguridad de los prestidigitadores,
ascender por el aire; ya los asentadores,
ya los intermediarios de todo cuanto un día en los campos
fue bello; o a los que distribuyen
su mercancía invisible y, poco a poco, adquieren
esa pátina helada de los santos, en los ojos el frío
de los peces que han muerto.
Ved que el robo es defensa
y la piedad mentira; que en estas calles
donde es dolor la Historia y la vida pecado,
por las que se presume
tanto de libertad como de pobreza,
ya no se lucha a muerte. Baja del Guadarrama un viento
de rendición. Entre los árboles
deja la espuma de la noche sus párpados abiertos.

III. La ciudad
brilla como una ola de ceniza sobre la lejanía. Es agosto
y, desde aquí, ves tenderse
el fatigado cuerpo del silencio en las lomas, la quemadura
vegetal de los parques que, a lo lejos, encienden con sus llamas
lentas flores de sombra.

En las afueras
hay un olor portuario
de mercancía muerta; es un muelle la tarde
donde yace la lluvia en apagados trenes; y hay hélices y anclas
de barcos que no existen, y ruidos que se esconden
en las profundidades de las sombras como animales ciegos.
Lo mismo que en los puertos
ves frutos que se pudren como auroras calladas
y restos de periódicos que vuelan, sin razón,
por los aires.

No es el silencio aquí
como el de las murallas o como el de las frondas
de los ríos abiertos. Una edad medieval
discurre en los contornos, sueña en los alrededores de las cosas.
Hay una luz de atardecer entre las fábricas
que dura todo el día. Huele a fatiga ya cartón, a riesgo, a vida peligrosa
en estos barrios donde
no tiene el cielo crédito ni la infancia fortuna.

Abre la calma de la tarde sus puertas
de calor a la noche; y atraviesan
en vuelo errante, como cenizas de la luz, el silencio
los pájaros.

IV. De la noche desciende como un ángel huido de los cielos.
Desciende de sus pétalos grises y de sus manos muertas.
Sueña por los fríos sepulcros de los invernaderos
donde el rocío no existe y está el tiempo callado.

Llega desde la muerte,
desde negros océanos deshabitados, con veloces caballos purísimos y errantes;
sus caballos glaciares cuyo galope eterno pisotea las flores,
las flores que penetran ahogándose en las clínicas, donde
hay un llanto eléctrico por las enfermedades.

Regresa de las lágrimas de los amaneceres, perdida en la marea de sus ojos vacíos
donde eligen los árboles sus insectos dorados y los ricos sus pobres.
Desde sus sienes abrasadas por extraños arcángeles de ceniza y de niebla desciende,
regresa enfurecida a sus más bajos fondos.

¡Oh, altísima ciudad, flor de infortunio, luz disecada entre las páginas
donde llora la Historia arrepentida! ¡Altísimo pecado de cristal y silencio!
Dime que no es verdad la noche, ni la muerte ni el llanto
con los que te disfrazas de papeles y líquidos.

Hay un lóbrego viento de submarinos invisibles y manzanas podridas.
La soledad busca sus cuerpos destrozados por los rincones de los hospitales
donde ascienden heridos por las blancas paredes de sus habitaciones
solitarios difuntos que, de pronto, se nublan
y su duelo consiste en su propio cadáver.

Está en las madrugadas que abandonan los parques,
entre vómitos pálidos y cisternas amargas, donde hay pájaros muertos
y fermenta el sonido de sus viejas heridas
entre algodones y tijeras que han abierto los ojos.
Con su dolor se nutren los poetas; sus versos le traicionan entre las mariposas y las nubes.
¡Ay, dime que no son ciertos tus dioses con gusanos ni tus cuerpos de estiércol!
Dime tú que no existe el pan de cieno que no tiene memoria y has dejado mordido.
Llegas de las afueras y los túneles, de metales cerrados y fábricas en llamas.
Estás en la garganta de las larvas que oxidan a los años.
Dime que no es verdad el día de tus negros espejos
ni tus desheredados con asma interminable, ni el eterno silencio
de los que más humillas: a los que robas cada día, cuando los atardeceres
yacen en los suburbios, y navegan los pobres en barcas naufragadas
tu olvido.
De «Itinerario para naúfragos» 1997

Coro de ánimas

Ved ahí el púlpito
de nuestra gloria, ahí el callado altar, los ciegos
comulgatorios del vicio; la estropeada
sonrisa de los hombres.
Ahí nace
con el humo
y la paz, nuestra humana discordia. Velas
bajo la sombra de un último
cadáver. Un desterrado y solitario coro
de ánimas, baja del techo
o de la cúpula. Se oye su voz aquí, en el sonoro
sepelio de la carne.
Solos,
solos ante el sonido de la muerte; solos
en la alegría, avergonzados
ante la soledad.
¡Padre!, ¡madre!, tú, vosotros,
todos, los inútiles
muertos, los distraídos, que con palabras que nunca
pude entender, me habláis; ¿dónde poneros?; vosotros, los que nunca
me traicionáis, los más amigos, ¿como os conoceré?.

Mi avergonzada soledad
os ama. Así, así, estériles, pálidos, señores
del hastío, sombras lejanas
donde vive el amor, ¡vosotros!, el único deseo
de mi vida, ¿dónde
os puse, qué hice
con tan alto disfraz?, ¿dónde
pude esconderos?
Este
es el oscuro canto
de la elegancia. Os deseo, os deseo, ¡os amo!, seres
de la desgracia y el fracaso;
yo,
que os veo con el duro
silencio de mi vida,
con la fértil caricia
de la esterilidad, ¿cómo
puedo olvidaros?

Oigo las voces, entro
en la clara abadía, piso el refugio
de vuestro convento. Aquí,
sobre las piedras frías de este templo, os hablo. Aquí,
sobre la nieve os beso
con dolor.

¿De qué alta
cartuja, de qué débil
sacristía estáis hechos? Solo,
lo que es cornisa pura
para la sangre, la herencia inútil
de vuestro sosiego, la calma
de vuestra voz, la vacía memoria y el pulso
desgastado. ¿Dónde, dónde
podéis estar?
Si os hice
ver, si os hice
respirar, si estáis tallados
con lo mejor que tuve
y tengo, con lo que nunca
poseí. Si con todo mi amor oscuro
me amáis, decidme: ¡cómo!, ¡cómo
he podido perderos!

De «Coro de ánimas» 1968

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Donaciano Bueno Diez

Donaciano Bueno Diez

Editor: hombre de mente curiosa, inquieta, creativa, sagaz y soñadora, amante de la poesía.

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