NO SÉ LO QUE SOY [Mi poema]
Ignacio Carvallo Castillo [Poeta sugerido]
Ignacio Carvallo Castillo [Poeta sugerido]
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MI POEMA… de medio pelo |
Soy un alma desnuda que a la vida La sombra de una vela iluminada. Siento que un alma soy aún resentida El pesar soy de todos los pesares, Guillotina que al tren de la memoria La noche adormilada que oscurece Una rosa, un jazmín, un crisantemo Soy todo eso y mucho más. Me entretengo |
Comentario del autor sobre el poema: El lema de mi epitafio es: vino sin siquiera conocer para qué vino. *Calada: la última chupada al cigarrillo.
Una muestra de sus poemas
MI POETA SUGERIDO: Ignacio Carvallo Castillo
Ecuatorial
Revelación y ancestro
Porque mis dedos rasgan el misterio de la selva,
la sombra ecuatorial se cierra sobre mí.
Ruedan mis puños hacia el enigma de la noche
y parten su máscara a golpes y llamas.
Mis párpados crujen con la fuerza que les hunde el asombro
y caigo sumergido en penetrante amor
de ciego desorientado por una noche que grita y golpea
con voces de brujos milenarios,
con gritos de vírgenes de agua,
perseguidas por saurios semihumanos
y latigazos de lianas venenosas
como ágiles serpientes.
Cruzo, como beodo, el túnel de la selva,
como ciego tacteando el seno de la noche,
los ángulos acuáticos,
los muslos de la tierra…
Tiendo mis manos en súplica solemne,
la sangre arrodillada, el corazón vencido,
mi frente atravesada por pájaros y gritos.
Mi sangre vuelve sobre sí. Desciende
a despertar un mundo
donde los más remotos atavismos crepitan.
Sus lanzas levantan los dioses que me dieron nombre.
Oigo el ritmo ancestral de negros guijarros
y cinceles de cobre
inventando flores de obsidiana y granito.
Alzan mis indios de América sus pesados sueños,
sus voces agoreras, ramos de reptiles, pirámides
de eterna y tranquila gravidez.
Vuelvan mis monstruos rituales.
El colosal combate de sus estirpes arde.
Las enormes cabezas de roca levantan,
los inmensos párpados…, los ojos
de un pasado quimbaya, del ayer mexicano,
de la bruma terral de Tiahuanaco, Valdivia y Guatemala…
Aguzan sus oídos para escuchar al tiempo
de la cerámica ciclópea y los templos de fálicas columnas.
¡Y de cóndores vuelven huracanes,
las almas de peces, loros y pelicanos,
libres de sus cárceles de arcilla!
Oigo a los hombres de mi sangre incrustar todavía
en máscaras terribles la turquesa y el nácar.
Rostros que los siglos esculpieron en mágicas maderas
me invaden y se apoderan hasta de mi última vértebra.
Nubes de humo embriagante asaltan mis palabras
y les dan este sabor a Poesía que quisieran retener para siempre.
Rápidos peces de sueño se estrellan contra cuevas de vidrio
bajo la luz de mi sangre,
cuando desde las copas de los árboles
alguien arroja semillas como piedras explosivas.
Y así, en plena selva,
en medio de este lento y ancho resp1rar,
bajo el peso de la noche ecuatoriana,
no me doblega su puño inmenso cerrado sobre mi:
¡Salto como joven felino acosado por las llamas
al túnel de la sombra madre,
a la bóveda equinoccial
en cuyas noches oigo cantar los pájaros
y a raros animales, sin nombres todavía,
hacer sus madrigueras bajo tierra!
* * *
Undívago y acuático, llego hasta los profundos resortes de los vértigos
padres de las furias amazónicas.
Soy pez que vuelve en busca de su cueva remota
donde una arena de oro rompiera su ovulillo!
¡Caigo a los espacios de silencio verde,
rotos tan sólo
por el rugir del corazón de los jaguares,
y puedo ser la hoja que trémula rueda
a las cuevas, génesis del trueno,
o el élitro zumbante de algún insecto azul flotando en medio abismo!
Desde urbes trepidantes,
Desde turbios crepúsculos de asfalto,
me citaba la voz de un amor embrujado.
Por algo la sombra nocturnal, el alba y el mediodía
me aislaron para empujarme los sueños dardeantes de la selva!
¡Y hoy tiran mis venas hacia la gigante glándula vegetal
donde el tiempo se acompasa a mis latidos,
revienta con los truenos de los ríos
y se hace pedazos entre las mandíbulas de la hormiga!
Y vuelvo a tener la videncia de remotos arúspices
de los días en que América nacía.
Y vuelvo a ser luz salvaje combatiendo
por entre la espesura donde ríos y lagartos se disgregan
y es musgo y vórtice, puma y mariposa en júbilo.
raíz, tempestad y araña atemorizada -pero intrépida- mi sangre.
Y es tierra que se libera y fuego incontenible
que me arrastran al corazón de orquídeas y lianas.
Confidente del arbóreo helecho, hermano del nogal,
amor de la tagua y los viejos, barbados árboles,
vuelve a nutrirme la savia de América!
¡Alma de vegetal, sangre de olas amazónicas,
piel sudorosa y hambrienta de multiplicarse!
Arrastrado a este viaje por mi ancestro,
me pierdo en el enigma poético y salvaje de la Amazonía:
¡Soy fuerza interior revolviéndose en rugidos
perdida ya por el tropel de las arterias
y las concavidades enmarañadas del planeta
al que los hombres abandonan en vuelo desesperado!
El ámbito de los ríos
Los ríos abren sus bélicos abanicos,
estiran y recogen sus falanges multiformes
arañando piedras enronquecidas de tanto gritar.
Muerden con llamas blancas la oscuridad de la garganta equinoccial
y destellos de estaño lanzan a los ojos de las tortugas impasibles
que aplastan bajo el lodo a un tiempo sin memoria.
Con potencia de machos, con venganza de padres deshonrados
buscan día y noche, hurgan sombríos y llameantes,
cavan con dientes afilados el abismo
y saltan y se empujan y bufan hasta darse
de bruces con la llanura a 1a cual dominan
como mujer largamente deseada
para hacerle hijos como piranhas,
echarse a proteger boas como la yacumana,
apacentar rebeldes manatíes
y besar los fúlgidos cuadrúpedos
-veloz tapir, tempestuoso capiguara, cachicambis y guatusas-
cuando sorben las estrellas enlodadas de esas aguas peleadoras y espumosas.
A orillas del Macuma, en los bordes arcillosos del Santiago,
por las ribas solares del Pastaza,
di con patriarcas jíbaros de testas orgullosas,
indios dueños del fuego blanco de las aguas,
semidioses y sabios,
poetas misteriosos embriagados por bebidas y yerbas,
jíbaros que en sus brazaletes de piel de culebra
atesoran secretos que nadie podrá arrancarles.
Videntes que hablan lenguas antiquísimas
transmitidas por las almas de los árboles
a quienes oyen, dulcemente, en madrugadas.
Les cruzan llamas por sus frentes, cuando hablan.
Sus mujeres cierran los ojos y los ven
romper con sus bíceps las mandíbulas del odio,
arrancar las alas a la nube de vampiros
y despedazar la sonrisa escalofriante de la muerte.
Sólo las viejas raíces crujen en el silencio,
pues su trabajo nunca puede cesar:
toda la selva los atiende suspensa y sobrecogida.
Viejos patriarcas, rostros de oro y cobre,
piel trabajada y fría como sus lanzas de chonta,
recogen los siglos en sus ojos asaeteados por arrugas,
lectores e intérpretes del Evangelio de la Selva.
Las garras de la noche les han volcado ríos oscuros en las manos:
poderosas llaves de sangre ronca y áspera.
Allá por el Upano, por el Bobonaza,
en las altas orillas del río Tigre,
vírgenes indias miran la corriente y echan flores de tzárui
para hacer realidad sus sueños.
Y el día las ve adornarse con alas de inmensas mariposas
y arder de belleza,
desnudas,
bajo la sombra compasiva de los árboles.
Jíbaros y Quijos, Cofanes y Záparos,
por el Morona y el Guazaga,
por mil ríos verticosos como el Tiputini,
tétricos y lentos como el Negro,
feroces como el Ambiyacu,
agitan flores de alucinancia
arrancadas al iris ecuatorial.
Cada indio muerto deja su voz clavada en un árbol
y la selva es ancho río de voces lúgubres
cuando el viento se rompe contra el muro de sombras.
Los indios que nacen abren sus ojos a los gritos roncos de sus ríos,
despiertan al son de sus coros
y el último sueño los habrá de arrastrar bajo el alarido de sus tribus
confundidos con la fuerza recia de las olas:
¡Namangoza, Taraporo, Corihué!
Los ríos cobran altas resonancias, tendiéndose
entre arcadas de espumas y rocas que musicalizan la eternidad
de mis indios de América,
y tras el zarpazo a la selva que jura venganza,
aúllan su insolencia las aguas tragándose una música líquida
enredada a los nombres aromáticos:
Arirauri, Morona, Pucacuri, Caquetá…
Huiririma, Curiyacu, Curaray…
Y alrededor, la selva… Toda una catedral serena.
Los indios en perpetua, recóndita oración.
Hinchan las planicies tamarindos y ceibos, canelos y copales
cabezas majestuosas y tranquilas.
Enredadas sin un temblor…
Las hormigas, como siempre, trabajando.
…Toda una soledad agitando sus aspas de angustias para el blanco:
la sangre empuja las edades del asombro,
las arranca de cuajo
para apagarlas en el pequeño santuario de las manos.
Mi palabra se perdió entre la humareda viscosa de los ríos,
helando a las gargantas de plomo y cobre.
Siente
los torrenciales nombres de Urcusuqui, Arajuno y Payamine
penetrar a candentes gritos con crepitaciones de hidrógeno.
Mi palabra se fue en nieblas hasta las espesuras suicidas del Jivino,
hasta los espejos que se trizan y desatan
en el Jondachi,
hasta la ronca sed del Guapuno
y las fracturas del Yasuní golpeándose los colmillos
por incendiar las oscuras rocas de su lecho.
Nombres como Nangaritza,
voces como Bombuscara, Cusuime
saben a dilatadas lunas, a descoyuntamientos del acero.
Hay palabras como Putumayo, Coca o Xingú
que aún pronuncio entre los aletazos silbantes de las aguas.
En las profundidades donde el silencio escribe los renglones de mi vida,
se volcaron sus candelas.
Oda del verbo trémulo amazonas
Mi sangre se ovilla en un caracol pensante, como cráneo.
Amazonas, no llego a ti, pero ya te veo,
trueno arropado en agua llena de ojos,
vuelto a una aguja que clava
soles de espanto al hielo de mis sienes.
Ya escucho los corceles de los siglos esculpirte en mi sueño.
Sierpe que lavas los pies resinosos de la selva.
Aorta y torbellino. Herida de la noche,
estoy llegando al borde de tus henchidas ubres
y oigo gritar los mundos de vidrio y roca,
reventados en pleno combate por tus músculos.
Desde adentro te crece una luz retorcida,
una luz que se hiere en garfios de basalto y proclama
tu insaciable fuerza imperial, bebedora de aguas ajenas,
sorbedora de todo tributano sin esperanzas de rebeldía.
Amazonas, arrancas al Chinchipe su último grito
la última astilla de sol al Napo.
Te bebes, gota a gota, el lazo desatado del iris,
y la diamela caída al oleaje· se hunde despavorida
por entre tus navajas.
Blanco a la madrugada, pulso tenso en acecho,
verde para cortar al mediodía
niebla reptante a la tarde,
tu solo aliento ahoga a los pájaros extraviados.
Ciego, quizá la noche te reventó los ojos cuando niño,
y hoy crecido en venganza,
devoras la luz, la selva a oscuras
y revuelcas tu furia de dios encadenado
en una axila verde rota por tus relámpagos,
hendida por tus coces de espejos desquiciados.
Ciego: empujas las columnas de la selva.
Y América espera que eches abajo el templo.
Amazonas, aluminio de bruces rodando sobre espinas,
tu éxodo es de nubes impulsoras de lluvia torrencial.
Tus aguas se tragaron la digital de Dios
y la marca que, a tu anca, Orellana pusiera
con furor rechinante.
De Quito te llegaron hambrientos visionarios
y partieron tu lomo con sus gritos de júbilo;
tus manos se rompieron desesperadas
con los esqueletos de las aves
y el polvo de suicidas estrellas;
sacudiste tu loca melena alborotada
entre los dedos del furor
y una larga venganza de emperador domado
estiras, desde entonces, al alma de los indios.
En tu universo líquido giraron ojos deformes
de peces con linternas, que alumbraban la hazaña,
y tentáculos ígneos y plantas condenadas
por el hado del mal.
Asomaron airados:
lanzaron sus destellos
a clavarse en los ojos de los blancos de Quito
y arrancaron, a pedazos,
las cuerdas de sus nervios.
Ellos sabían de ti, río de barbas floridas.
La leyenda decía que rodabas hinchado
desde una edad de espumas, mordiendo tus pensamientos,
cual venido de hogueras y éxodos bíblicos,
memoria de los tiempos en que morían los dioses
en lechos de venganza y de lujuria.
En Quito, aves de extrañas voces decían,
descansando en las cruces de los templos,
que un gigante de piel acuática se tendía entre la selva,
creaba esmeraldas y aluminios
con sangres de viejas raíces;
suspendía diluvios en los fuelles de su tórax
y estremecía los carbones de la tierra con su respirar,
que cortaba en dos al Continente,
taladrando la línea del destino de América.
Al oriente, la isla Marajó, un pañuelo de pantanos acezantes
entre los dedos del coloso, cuando se iba
dando su adiós a la selva,
volcando todo su vigor al mar,
reventado su puño en estrellas acuáticas,
llamaradas y cataratas pulverizadas
en la crispación de su garra sobre la ácida sal del Atlántico.
¡Ah, tus nácares recónditos … y tu carroña!
En su puño de visionario, Orellana te vio
fugar en descargue viperino de culpas y cóleras,
en arrojo de viejos amores prohibidos,
como escondiendo tesoros de pecados
en los líquidos montes que decidió robarte,
río de espumas llameantes… Y llegaron
4.000 indios quiteños con sus venas volcánicas
a echar en tus honduras las sondas de sus sueños
porque ellas se trizaron en tus garras eléctricas.
Un arcángel nativo de tu cielo profundo
los trajo creando huellas de sangre, cal y llanto,
con la tierra en las bocas famélicas, las palabras:
espadas de cobre pulverizado… Venían
a hacer sonar tus cuerdas rabiosamente,
a latiguearte con sus largos gritos,
a pedir cuentas a ti, olvidadizo,
a preguntarte por raíces arrancadas entre aullidos,
por islas, flores y trizadas piedras,
por las semillas muertas, los nidos deslazados,
las ninfas de agua caídas desde 6.000 metros de altura
y devoradas desnudas por tu furor.
Pueblos de bronce y plata se lanzaron desde las nieblas del Pichincha
para hundir en la comba espejeante de tu agua metálica
el remado del Hombre,
el espíritu del fuego.
¡Y tu brazo potente no pudo clavarlos
en las cavernas congeladas de la muerte!
Las llaves del epílogo
La última compañera que el mundo amazónico me deja
es la soledad.
Soledad que ha curvado la tensión de mi sangre
derramando la ráfaga de su canto a la selva.
Mi soledad que se atrinchera
cuando afuera rondan los tigres del odio
con rugidos más fuertes
que el reventar tempestuoso de las nubes.
Aúllan hienas, se escucha la sangre derramada caer
mientras los dientes asesinos asoman en sonrisa.
He salido del mundo amazónico y vuelvo a los hombres,
a las cavernas ciudadanas,
a las rosas de concreto que se abren con olores venenosos.
Vuelvo a perderme por urbes de humo y vidrio
donde mi soledad de salvaje
habrá de sostenerme, dueño de un ansia vegetal
por las reconditeces trabajadoras y volcánicas.
Entre humos de gasolina y estrépitos metálicos
me sostendrá la diaria nostalgia amazónica,
nutriéndose con la oculta raíz hundida en sus légamos
Apresaré con ímpetus avaros los sonidos,
los gritos cortantes, las corrientes coléricas
que la selva encendió en lo oscuro de mis huesos.
Yo orientaré mi sangre hacia vosotros,
aullido en infinito silencio de la selva.
Agitaré las bases florales donde brotan el fuego y las espumas de mi sangre
para tocar los ámbitos de la vida amazónica
que me llaman y arrastran ineluctables.
Yo, azorado viajero por el túnel del tiempo,
quiero la luz y el grito, el tropel arrasante de voces ancestrales
y la transformación volcánica de árboles y fieras:
Os buscaré en el reducto remoto de mi sangre
porque ahí os revolvéis agazapados.
Allí reposáis, universo libérrimo, reptiles, maderas, vientos.
Allí golpearán mis urgencias vitales,
abriré los brazos con ávidos deseos
a que la rebeldía amazónica suba a mis músculos,
pegue a mi voz su aliento.
Tornaré a los furores internos de las raíces tropicales
hinchadas por descargas de savia v de petróleo,
para poner allí mis últimas renuncias.
Regresaré a la hondura de mi ser interior,
al sitio donde confluyen mi.s arterias y nervios
para desbocarse con el mar irritado de mi vida,
al sitio donde ruge mi tierra con su celo
de víbora y de lluvia,
mientras cruzan mis tendones -electrizándolos—
los felinos de fósforo paridos por la Amazonía.
El hombre va hacia las cúpulas del éter
y devora infinito en sus cápsulas fúlgidas,
un retemblar de atmósferas recibe la marca de su rúbrica,
última seña que deja el instinto de la fuga.
Pero yo, el inconforme,
el rebelde heredero de una estirpe selvática y combativa,
el que calla, quizás para no morder,
he de plegar más a mí,
a los orígenes y núcleos de mi raíz terrestre,
insensible a las garras de la angustia,
sordo al impotente corazón,
un temblor de arboleda, un salvajismo
de jungla, anacondas y anguilas asaltantes
retorcerá con amorosa furia mi sangre
para arrojarme al misterio de la selva.
Bastarán para hundirme por la ancha lujuria de su oleaje,
por sus Hamas siempre verdes, troncos de greñas hoscas
y barbas venenosas,
el golpe sofocante del recuerdo ancestral,
los gritos de los pájaros selváticos
desplumando el cadáver de la noche,
el remalazo del olor amazónico
traído por el viento hasta mi cueva de concreto,
el trueno distante de los ríos patriarcales…
taladraré la nieve de mis huesos
y entrando más en mí, entraré a la Amazonía,
la sangre renacida
por la vuelta a su principio como los ofidios y escorpiones
resucitados por el olor, la humedad y la hondura crujidora de sus nidos.
Puedo morir lejos de la selva,
que mi raíz secreta me volverá a la vida, allá
entre el verdor violento de los árboles,
por la guarida del relámpago.
La tumba metropolitana puede apresar mi cuerpo
entre cuatro paredes de cemento,
que mis rebeldes venas reventarán su cántico a los ríos orientales.
Por las mínimas flores y los insectos volátiles,
por los gritos ululantes y los estremecimientos cósmicos,
arrancando troncos, durmiendo bajo humus, espantando reptiles,
encontrarán, hombres del mañana, mi realidad, mi espíritu
agitando su eternidad tranquila y verdadera.
Habré ido al abrazo profundo de la savia terrígena
donde el silencio se quita la mordaza y me llama con largos sonidos
y me empuja
a la profundidad equinoccial, a las honduras de mi hombría.
¡Y quedaré en mí y en mi selva, confundido con verdes olores
cruzado por luces inesperadas,
hasta que el último cataclismo me despedace
agarrado a la matriz de donde mi voz arranca su infinita melancolía!
(Escrito en las Selvas Orientales del Ecuador)
Primer Premio del Ismael Pérez Pazmiño de 1966