MISTERIOS [Mi poema] José Manuel Benítez Ariza [Poeta sugerido]
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MI POEMA… de medio pelo |
Misterio es esa cosa que se ignora Es eso que no encuentra explicación, Si escuchas que la vida es un misterio Y el hombre solo un tipo presumido |
Una muestra de sus poemas
MI POETA SUGERIDO: José Manuel Benítez Ariza
POÉTICA
Es posible que estemos confundidos;
que acaso por haberles
hecho excesivo caso a los dictados
de una noche confidencial,
o a los razonamientos
precisos del insomnio, muchas cosas
que parecían claras
permanezcan oscuras. Y que hayamos
olvidado otro modo de pensar
anterior, más abstracto, parecido
a ese juego de niños que consiste
en encajar figuras en un hueco
con forma de manzana, de triángulo,
de estrella (más bien pienso
en un niño obstinado, que se empeña
en poner el triángulo en el hueco
de la estrella)… O, tal vez,
en el fondo se trate de otro juego
más simple, consistente en juntar cosas
desiguales, que evocan otras cosas:
un caracol, un ábaco, un sombrero
que son el tiempo, el miedo, la cercana
presencia de la muerte (de la muerte,
que es un niño que encaja una figura
de pájaro en el hueco de una luna);
para acabar sacando del sombrero
–y aquí es inevitable hacer de mago,
son gajes del oficio–
un paraguas que se abre y del que salen
palomas silenciosas que nos dejan
un nudo en la garganta. Y uno, en ese
momento, balbucea como un niño
(otra vez ese niño de antes, ya
cansado y aburrido)
y se escucha a sí mismo y se consuela
buscando en el dibujo de la alfombra
la pieza que le falta, la silueta
cambiante de la nube
que se le escurre siempre entre los dedos.
Los extraños, 1998.
LLANOS DE LÍBAR
El llano es cima y más allá no hay más que cielo
alineado de altas crestas
a cuyo pie se extienden los ranchos alargados,
el camino de tierra entre los pastizales,
los rebaños dispersos.
Hemos dejado atrás la atareada
rutina de los pueblos bajos,
su frescura de huertas junto a un cauce,
el subrayado de la línea férrea
junto a las alamedas de otro siglo.
Hemos dejado atrás un rumor de tabernas y cocinas
y un recato de alcobas sin ventilar al filo de la siesta.
Hemos dejado atrás un mulo melancólico con las patas trabadas
y una mujer que riega un patio con agua de fregar.
Ahora el sol restalla sobre nuestras cabezas
y en el silencio sobrevenido a la parada del motor
un prolongado grito de ave
ha formulado una protesta.
Busca el ojo la sombra en las encinas arriscadas
y el gesto panorámico de mirar se traduce
en el asombro de saberse centro
de un vasto entorno circular
que es también un instante suspendido
de atención expectante.
Tras un cercado
un toro y una vaca restriegan tiernamente las testuces
antes de acometer la monta.
También el tiempo ahora es circular
y en su centro no se distingue el intervalo
entre la expectativa y su consumación;
quiero decir: las cosas son eternas
y sólo es temporal nuestra manera
de percibirlas, que es también vivirlas.
Cansados, sucesivos, redundantes,
lo nuestro ahora es desaparecer
—una rápida nube de polvo que se aleja—
bajo el vuelo concéntrico de las rapaces.
CASA EN SANTA MARÍA
Era la casa complicada y honda.
Al pie del alto mirador,
en un valle que a veces encauzaba una brisa
con olor a cañaveral,
confluían dos ríos.
Y la pinaza unánime tenía al mediodía
el mismo color ocre de las altas paredes interiores
sin libros ni retratos.
Tras las contraventanas entornadas
contra el sol de la tarde, las chicharras
pautaban el sopor de las extemporáneas sobremesas
y aprestaban el ánimo, al filo del anochecer, a cierta
aguzada capacidad de percibir
en la sobrevenida contención
de todos los rumores y como quien atiende
a un milagro modesto,
el paso cauteloso de los ciervos
que abrevaban en lo hondo.
La casa entonces se expandía
en un estruendo de contraventanas
que se abrían al fresco,
mientras una aguzada opresión en el pecho,
concomitante al áspero regusto
de la ginebra y el limón,
cedía el paso a una
lenta visión de casas que eran también un claro y un círculo de luz.
Duraba lo que un día de verano en la infancia:
un instante sin tiempo, del que venían a sacarnos,
tenaces e insistentes, los mosquitos.
LA BIBLIOTECA
Aquellos días empezaban antes
de que fuera de día.
Y luego, por la claraboya
iba filtrándose despacio
un primer sol que parecía el último.
Había algo nocturno en aquellas mañanas:
ese desorden sensorial
por el que la penumbra se traduce
en el zumbido de los fluorescentes
y el silencio es un modo de estancarse la luz.
Y había también músicas secretas:
el lento despertar de las maderas
al calor de las luces encendidas,
el ritmo de la propia respiración, sentida como presencia extraña,
el tacto de los libros;
y el tiempo, que era música también,
con sus silencios y sus pausas
en las que se imponía
un modo de durar que no era sucesión,
un modo de sentir la plenitud
de la luz al ganar los espacios diáfanos
que no presuponía la mirada cansada,
una conciencia de uno mismo ajena
al hecho de alentar o respirar
o sentir en los dedos el roce del papel.
Al fondo de la sala un lector dormitaba sobre un libro.
Yo lo miraba sin rencor ni envidia,
como quien mira en un cristal
el reflejo de algo que queda fuera o lejos,
sólo visible para ti en su sombra.
Los dos soñábamos la realidad.
Espárragos
Aunque, más que mirar, lo que aquí importa
es saber esperar: fijar los ojos
como en un fondo de agua en movimiento
y aguardar, en lo verde, el surgimiento
de un matiz diferente de verdor,
más tierno y limpio,
recién nacido para un mundo nuevo.
Jazmines
Tiene la noche oscuridad de pozo,
negrura de pizarra, opacidad primaria de cristales ahumados.
Y hay algo que interroga y no encuentra respuesta,
un tanteo en lo oscuro más allá de las voces,
en el espacio abierto que media entre la propia
respiración y los lejanos
ladridos de los perros.
VIAJE DE ESTUDIOS
(Habla C.)
El aire es de cristal y la ciudad
está guardada dentro de una urna.
Inútilmente alargo la mano hasta tocar
su superficie satinada.
Y esa luz en los techos de los coches:
élitros bajo el sol filtrado entre los árboles.
Ahora todo está desenfocado.
Mis recuerdos operan, no sobre la experiencia directa de las cosas,
sino sobre recuerdos anteriores,
y las imágenes que guardo
de la ciudad no son de la ciudad,
sino meros reflejos de reflejos,
la foto que se superpone
a la imagen real de lo vivido,
la rosa que es la rosa que es la rosa.
Y he perdido las fotos como perdí mi infancia.
Y ya no soy quien era entonces.
Y si me acuerdo ahora de París
(aquellos élitros que destellaban
bajo las ancas poderosas
de la Torre –Bergère ô tour Eiffel–)
es porque ya mi infancia se me ha borrado igual;
es porque ya cumplí los dieciséis;
es por la lejanía de mis padres
y sus abrumadoras convicciones
y su asfixiante intimidad
y sus cenas con vino
y sus extenuantes confidencias,
y su decirme cómo era,
cómo tiene que ser, París,
donde nunca han estado.